VIVENCIAS- INDICE

 

PRIMERA PARTE

 

Finalmente afronté el traslado, después de tanta indecisión, ocasionándome demasiado esfuerzo hacerme a la idea de dejar la Casita Campestre para trasladarme al apartamento que estoy estrenando. Amplio, elegante y sobrio, precisamente donde estuvo localizada la Biblioteca de Derecho Civil de mi padre, calificada por conocedores de la materia, como una de las bibliotecas privadas, más completa y actualizada de Centro América.

 

Mi padre falleció en el año 1985. Su partida de nacimiento quedó inscrita en el Registro Civil, con los apellidos Ojeda Salazar, dándose una transposición en el orden de los mismos, debido a un error en el momento de su inscripción. Conociendo estos antecedentes, nunca se hizo la modificación que correspondía (quien sabe el porqué), sin embargo, firmó durante toda su vida como Federico O. Salazar, en consecuencia, todos sus hijos fueron inscritos legalmente en el Registro Civil con los apellidos Salazar Valdés. A las nueve y diez de la noche del lunes 2 de septiembre del año mencionado, a la avanzada edad de 97 años, mi padre cerró sus ojos para siempre.

 

Comenzó su fecunda vida pública, universitaria y docente, recién graduado de abogado y notario en la Facultad de Derecho y Notariado de la Universidad Nacional (hoy, Universidad de San Carlos de Guatemala), el 28 de octubre de 1911, cuya tesis intitulada "La legislación obrera en accidentes de trabajo", mereció el codiciado Premio Gálvez, por sus principios renovadores de avanzada social para aquella época.  Sus estudios primarios los realizó en el Colegio San Agustín, del Padre Solís, y  en el Colegio de Infantes, de la ciudad de Guatemala. Ocupó diferentes judicaturas de la capital, siendo magistrado de las salas de apelaciones y de la Corte Suprema de Justicia. Desempeñó eventualmente la presidencia de la misma. Durante el gobierno de don Manuel Estrada Cabrera, fue Oficial Mayor del ministerio de Relaciones Exteriores, promotor fiscal, síndico municipal, diputado a la Asamblea Nacional Constituyente y miembro del servicio jurídico del Ministerio de la Guerra.

 

Posteriormente, ya durante el gobierno de don Carlos Herrera, ocupó inicialmente la subsecretaría del Ministerio de Gobernación y Justicia y luego el Despacho de dicho Ministerio. Impartió cátedras en numerosos establecimientos educativos públicos y privados, entre ellos el Instituto Nacional Central de Varones, el Instituto Normal Central de Señoritas - Belén -, y en los colegios Santa Rosa, Europeo, La Concepción, Escuela Comercial Privada e Instituto Belga Guatemalteco. Las cátedras de derecho civil comenzó a impartirlas en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, posterior  a su graduación de abogado y notario, ocupando la decanatura en 1950.

 

Su deontológica obra "En el Umbral de la Abogacía" - discursos de un Decano a sus alumnos- recoge más de cien orientadoras alocuciones, que dirigió a los profesionales que recibieron su título durante su paso por la Escuela de Derecho.

En 1955 el Presidente de la República Coronel Carlos Castillo Armas, lo designó Presidente de la Comisión de Asesoría Jurídica de la Presidencia de la República, cargo que ejerció hasta 1966. Fue en ese entonces cuando se le encargó la elaboración del proyecto del Código Civil, el que después de una revisión por una comisión específica, (esta comisión se integró con los abogados José Vicente Rodríguez, Carlos Enrique Peralta Méndez y Mario Aguirre Godoy) fue promulgado por el gobierno del coronel Enrique Peralta Azurdia, en 1963.

 

Entre las principales condecoraciones que recibió, podemos citar, la Orden del Quetzal, en el Grado de Gran Cruz, la Medalla Universitaria y la Orden del Buen Juez. Con ocasión de su fallecimiento, la Universidad de San Carlos de Guatemala, emitió un acuerdo de  condolencia, designando a los licenciados Rubén Alberto Contreras Ortiz, Decano de la facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, y  Rodrigo Segura, Secretario de la Universidad, para hacer entrega del mismo. También, la Corte Suprema de Justicia, en nombre del Organismo Judicial, designó a los licenciados Leocadio De La Roca y Marco Augusto Recinos, magistrados de ese alto organismo, para hacer entrega del acuerdo de condolencia.

 

Al cumplirse un mes de su fallecimiento, se ofició una misa de resurrección en la Iglesia el Divino Redentor, Utatlán 2, a la seis de la tarde.

 

 

La casita Campestre

 

Vuelan los primeros días del mes de enero del año 2000. Me encuentro en la pequeña antesala de mi apartamento con vista a una terraza, donde entre otros  árboles y arbustos, unos hermosos naranjales se desprenden del jardín del piso de abajo, cargados de naranjas de Valencia que comienzan a madurar. Es una mañana primaveral, teñida por la proximidad del equinoccio de primavera, y mientras disfruto de un café, leo, de Jacques Cordier a Juana de Arco, su personalidad, su papel histórico. ¡Medito en esa figura tan atractiva, tan digna de compasión y de admiración! Confieso que desde pequeño fui un apasionado lector de la vida  de Juana de Arco, y en general de la Historia de Francia. Mis lecturas y autores favoritos, comenzaron con las diminutas "callejas", con los emocionantes cuentos de la literatura infantil, traducidos a todos los idiomas: Caperucita Roja y Blanca Nieves,  Pinocho,  Pulgarcito y La Cenicienta, sin olvidar a Alicia en el País de las Maravillas o Alí Babá y los cuarenta ladrones. Muy cerca, casi al alcance de la mano, una pequeña librera atesora obras muy selectas que son de mi predilección. La Caída del Imperio Romano, Don Quijote de la Mancha, El  Protocolo de los Sabios de Sión, el Conflicto de Los Siglos, Las Confesiones de San Agustín, el poema épico La Odisea de Homero, Luis XIV y Europa y La Divina Comedia, y sin faltar, Los Tres Mosqueteros, Veinte Años Después, El Conde de Montecristo, José Bálsamo o el Conde de Cagliostro, y las visionarias novelas de Julio Verne, o las detectivescas de Xavier de Montepin.

        

¿Pero quién no ha tenido en sus manos un libro grueso, controversial, sagrado, de muchas páginas, bien presentado, UN SEÑOR LIBRO? Su título: LA BIBLIA. El Libro de los Libros que ocupa en mi librera un sitio de honor.

        

Continuemos...

 

         Hace muy pocos días  finalizó el segundo milenio y el siglo XX de la Era Cristiana. Acontecimiento impresionante y trascendental en la historia de la humanidad, que fue celebrado con todo esplendor en el mundo entero. La televisión cubrió el maravilloso espectáculo de fiesta, fantasía y colorido de la media noche, desde las principales capitales del Planeta, en un derroche artístico monumental y haciendo gala de los prodigiosos avances de la ciencia y la tecnología.

 

Lógicamente nos encontramos pues, en los umbrales del tercer milenio y del siglo XXI, y corre un año intransitivo, ya que el tercer milenio y el siglo XXI, comienzan naturalmente el primer día del mes de enero del año  2001.

 

Entonces, volviendo a la Casita Campestre,  para mí fue muy nostálgico desocuparla, ya que conserva en sus añejas paredes un silencioso pasado, pletórico de hermosos recuerdos. Fue construida hace aproximadamente medio siglo, cuando mi padre compró allá por el año 1947, un terreno bastante grande en lo que fuera la finca Miraflores, que había sido propiedad del recordado historiador don Antonio Batres Jáuregui. Esta finca urbana se ubicaba en lo que actualmente es la zona siete de la capital, entre las calzadas de San Juan y Roosevelt y la 23 avenida, no lejos del imponente y suntuoso edificio Tikal Futura, exactamente en el área donde tuvo su asiento la ciudad  Maya de Kaminal Juyú, pues en el extremo sur oriente, en un predio de doscientos cincuenta metros cuadrados, al fondo de la propiedad, allí fue construida la recordada casita. 

 

         Su construcción se hizo de adobe, del adobe de antes, de magnífica calidad, duro y sólido, que más bien parecía de material de roca o piedra, y por eso no sufrió el menor daño con el violento terremoto de 1976, que alcanzó una intensidad de más de siete grados en la escala abierta de Ritcher. La entrada consistía en un corredor descubierto, y en el interior estaban el Oratorio, los dormitorios, baño, comedor y cocina. La pila estaba afuera, cerca del apartamento del servicio. Todas las ventanas tenían barrotes y tela metálica, los cielos o techos de machihembre, los muebles eran antiguos, no habían clósets sino roperos y armarios. 

 

         La abundante vegetación exterior y su estilo   rústico, hacían de ella una agradable residencia de campo. La casita me hacía recordar la letra de aquella vieja canción de principios del siglo XX: "¿Que de donde amiga vengo?...de una casita que tengo mas abajo del trigal, es una casita chiquita, para una mujer bonita que me quiera acompañar".

 

Cuenta Batres Jáuregui en su "Historia de un Siglo", que los días sábados visitaba su finca, acompañado de su mayordomo, quien tenía a su cargo los pormenores del viaje, desde el ensillado de los caballos, hasta el pago de las planillas y el cuidado y revisión de las plantaciones de café. Salían de la capital - su casa se ubicaba en la cuarta avenida sur- a las siete de la mañana, y antes del medio día llegaban  al casco de la finca, después de una aventurada travesía por extravíos y vericuetos. Cuando lo acompañaba su esposa, u otro miembro de su familia o algunos amigos, el obligado paseo se realizaba en carruaje.

 

Pues la casita campestre, se encontraba en aquel entonces, dentro de una lujuriosa vegetación. Rodeada de macetas de cemento con variedad de hojas y flores, rosales y claveles, dalias y geranios, en una hermosa policromía. Abundaba la hoja de quequeste, las orejas de burro y el bambú, que servían de cercos o colindancias con los terrenos vecinales. Llamaba la atención los altos y gruesos troncos de los izotes con sus hermosos ramos de flores blancas, muy apetecidas en el arte culinario, así como los frondosos pinos y los cipreses, las eugenias y los calistemos, las ornamentales bugambilias y las jacarandas, insustituibles en parques y jardines,  resplandecientes con sus racimos de flores azules, en los días de la Cuaresma.  Y por fin  las hiedras trepadoras, la mano de león, las olorosas flores de las madreselvas,  y una  gran variedad de árboles frutales, pero yo prefería los duraznales que lucían en la primavera sus florecillas color lila. Nunca me olvido que a una distancia de unos cincuenta metros, había una legendaria y altísima palmera, de tronco erecto y cilíndrico, de unos setenta metros, que según decían, la sembró el propietario de la finca, Don Antonio, a finales del siglo ante pasado.

 

Inicialmente la casita la ocuparon mis padres, posteriormente quedó viviendo en ella la tía Lolita, ya entrada en años, hasta su fallecimiento en l976, meses después del terremoto del 4 de febrero. Curiosamente la casita quedó incólume y su huésped salió ilesa de aquel infortunado acontecimiento, que dejó mas de veinte mil muertos en todo el país. Enseguida la ocupó Luqui mi hija y su pequeña hija Ximenita, a finales de los compulsivos años 70. Luego mi hija Mirian, su esposo Fernando, y sus hijos Andrea y Rodrigo que ahí nacieron. Y finalmente Ana María mi esposa y yo, hasta su fallecimiento el l8 de mayo de l996. Quedé solo, hasta que me trasladé a donde resido hoy.

 

Mi padre, haciendo honor a su acendrado catolicismo, habilitó  un pequeño local para un Oratorio, donde lucieron muy bellas y artísticas imágenes. Tenía forma rectangular, de seis metros de largo por cuatro  de ancho, el frente lo ocupaba un retablo blanco de madera, adornado de filigranas doradas, con una hornacina en la parte superior, que ocupaba la imagen del Sagrado Corazón y otra inferior con un  antiquísimo Misterio. En las hornacinas laterales incrustadas en la pared, figuraban  la Virgen del Rosario y el Señor San José,  y en una mesita de madera alta y delgada, Jesús Nazareno con la Cruz a Cuestas. Y finalmente un antiguo Crucifijo que pendía de una de las paredes del frente. En medio de la Capilla había un reclinatorio. Algunas de estas  imágenes venían de generación en generación, y otras fueron esculpidas allá por el año de 1928, por los insignes artistas de la imaginería, los recordados escultores Solís, Dubois, Corleto y Acuña. Estas obras de arte constituyen un  Patrimonio de la Familia. El oratorio fue un Santuario sublime, de inspiración y retiro, con aroma a incienso, que infundía respeto y temor a Dios y donde se reunía la familia a orar  en aquel apacible recinto. 

 

 

La casa del Callejón de Corona

 

Nací en la ciudad de Guatemala un 17 de octubre cuando corría el año 1920, y gobernaba el país el Partido Unionista, que llevó a la presidencia de la república, al acaudalado agricultor don Carlos Herrera, después del derrocamiento de la dictadura de los 22 años de don Manuel Estrada Cabrera. Mis padres don Federico O. Salazar, abogado y notario y doña Judith Valdés Corzo, realizaron su enlace matrimonial, el 2 de mayo de 1914, durante una inolvidable ceremonia religiosa que se verificó en la  Iglesia de La Concepción, ubicada en la séptima avenida norte y quinta calle oriente, muy cerca de donde se encuentra el Palacio Nacional, que fue construido muchos años después, e inaugurado en 1943. La ceremonia fue oficiada por el ilustre Monseñor Mateo D. Perrone, y amenizada por una orquesta dirigida por el querido Maestro don Emilio Arturo Paniagua, que interpretó música sacra de los celebres compositores Chopin, Haydn, Shubert y Mozart. El espacioso Templo fue insuficiente para dar cabida a la numerosa concurrencia de familiares y amistades de los contrayentes, principalmente de jueces y magistrados, y colegas de mi padre. Se conservan alusivas fotografías de aquel memorable acontecimiento.

 

Como era costumbre en los hogares de aquel entonces, constituimos una familia numerosa de siete hermanas y hermanos: Marta, Elena, Carlota, Federico, Judith, Jorge y Roberto. Crecimos en un ambiente de calor hogareño, jovial y apacible, aunque con la severidad del carácter de nuestro padre, de quien sí bien es cierto jamás recibimos un golpe físico, pero sí su voz firme y admonitoria.  Pero hubo siempre una dulce compensación, el cariño inmenso, afable y comprensivo de la mamá. Algunos vecinos decían que éramos una familia acomodada, pero no era verdad. Todos nacimos en la misma casa, ubicada en el Callejón de Corona, marcada con el número cinco, pequeña cuadra de cien metros lineales,  situada entre la primera y segunda calle oriente, y la novena y décima avenida norte, muy cerca del parque Isabel la Católica, del ilustre botánico don Mariano Pacheco Herrarte.  

              

 

Vienen a mi memoria los trágicos acontecimientos políticos, acaecidos en Guatemala el año en que vine al mundo, y que me fueron relatados por mi padre muchos años después. La casa del Callejón de Corona, fue un testigo mudo de aquella época convulsionada. Mi padre ya era abogado y notario graduado en 1911 a la edad de 23 años, y formaba parte de los grupos de profesionales, que impulsaron la fundación del Partido Unionista, con motivo -aparentemente- de la celebración del primer centenario de la Independencia, pero la finalidad era otra: el derrocamiento de Estrada Cabrera.

 

La casa grande - como le decíamos - fue una hermosa residencia, que mi padre compró en 1917 a una familia de nacionalidad inglesa, de apellido Borman,  poco antes de los terremotos de finales de ese año y principios de 1918. La finca tenía dos mil quinientas varas cuadradas, y la casa que más bien era un chalet, era bonita y confortable, estaba construida de madera de California de color verde, que hacía juego con su diseño, también de estilo californiano. Espaciosos jardines de nutrida vegetación y de árboles frondosos, se extendían  hacia el frente y hacia los lados. A pesar de no haber sufrido mayores daños por los terremotos, se dispuso poco tiempo después, sustituirla por una construcción de cemento mixto de dos pisos. En la entrada había un corredor y la sala con vista al jardín del frente, y la Capilla con las lindas imágenes ya descritas  anteriormente. También en el primer piso estaba el comedor, que comunicaba con el  garaje, un 'hall', cocina, "pantry", baños y dormitorios del  servicio. Las áreas verdes fueron remodeladas.

 

La biblioteca y el escritorio de mi padre estaban en el segundo piso y el dormitorio de él y el mío. En un corredor yo también tenía "mi escritorio", precisamente en la entrada a mi dormitorio. Recuerdo muy bien que sobre el tapiz de una de las paredes, coloqué una fotografía grande en blanco y negro incrustada en un medallón dorado, de mi novia de ese entonces, Colomba Mendieta, hija del ilustre unionista nicaragüense, mi recordado maestro y amigo doctor don Salvador Mendieta. A ellos me referiré en su momento.

 

         En las afueras de "mi oficina",  lucían unos alegres sillones de mimbre, un canapé y otros muebles informales, y en una mesita esquinera tenía un radio receptor RCA Víctor. Ahí me deleitaba los días sábados, en que pasaba una tarde interesante y atractiva, escuchando la temporada de la ópera desde el majestuoso Metropolitan Opera House de Nueva York, que comprendía los meses de abril a septiembre, y que transmitía con toda nitidez, La Voz de los Estados Unidos de América. Me llenaba de grande emoción, escuchar las voces de los mejores cantantes de ópera del mundo, tenores, sopranos, barítonos, interpretando Carmen, Rigoleto, La Traviata, Aída, El Barbero de Sevilla, Otello, Guillermo Tell, Madame Butterfly... y todos esos  poemas dramáticos musicalizados, de profunda belleza y excelsitud. Por supuesto que disponía de un libro voluminoso, ilustrado y a colores, donde seguía religiosamente, como si fuera un Devocionario, el desarrollo de tan inolvidables conciertos. La narración estaba a cargo del gran locutor Yopis de Olivares, que con Alfred Barret, fueron las voces conocidas de los noticieros de la segunda guerra mundial.

 

Pero volvamos a los acontecimientos históricos.

 

Finalizaba el mes de diciembre de 1919, cuando fue suscrito el histórico documento conocido como 'La Carta de los tres dobleces', que dio paso a la fundación del Partido Unionista, que aglutinaba a los sectores de todas las clases sociales, profesionales, intelectuales, estudiantes y obreros. Las valientes y patrióticas conferencias del Ilustre Monseñor José Piñol y Batres en el Templo de San Francisco, que habían despertado al pueblo de la pesadilla que había vivido durante 22 años de tiranía, y meses después, la multitudinaria manifestación del 11 de marzo de 1920, fueron los elementos claves que encendieron la mecha del polvorín que se avecinaba.

 

En la casa del Callejón de Corona mi padre se reunía con amigos y correligionarios del Movimiento Unionista, para ver qué acciones debían seguirse, ante la gravedad de los acontecimientos y la actitud hostil y arrogante del presidente de aferrarse a sangre y fuego en el poder, como un desafío a las protestas populares que exigían su renuncia. La ciudad estaba convertida en un verdadero caos, los cañones del ejército que estaban emplazados en La Palma, donde se encontraba la residencia del dictador, bombardeaban sin cesar la capital, causando angustia, pánico y dolor a la ciudadanía. Por eso la historia denomina como 'la semana trágica" a esos infortunados días de la vida nacional.

 

Dos acontecimientos que se sucedieron en un lapso de pocos días, fueron el fin de la tiranía, y la caída estrepitosa  de don Manuel Estrada Cabrera. El Decreto de interdicción promulgado por la Asamblea Nacional Legislativa, el 8 de abril, al declarar que Estrada Cabrera, estaba imposibilitado para continuar en el ejercicio de la presidencia de la república, por padecer de perturbaciones  mentales. Y la intervención del Cuerpo Diplomático acreditado en el país, que se constituyó como garante, para que se respetara la vida y los bienes materiales del Presidente y su familia, lo cual fue aceptado por la oposición política. El 15 de abril de 1920, Estrada Cabrera se vio obligado a renunciar de su alto cargo, siendo conducido a la Academia  Militar en calidad de prisionero. Ahí se iniciaron las diligencias judiciales, y siendo mi padre Juez sexto de primera instancia, a eso de las once de la mañana, se presentó a la Academia Militar, para proceder al indagatorio del Presidente derrocado.

 

Cuando fueron expropiados los bienes de La Iglesia Católica, después del triunfo de la Revolución Liberal de 1871, el Convento de la Iglesia de la Recolección se destinó para instalar la Academia Militar, que fue la sede de la Escuela Politécnica, fundada  en l873. A raíz del atentado de los cadetes el lunes de Pascua 20 de abril de 1908, en el que Estrada Cabrera fue herido levemente en una mano por el cadete Víctor Vega, quedó clausurada la Escuela Politécnica, pero antes, se ordenó el fusilamiento del capitán Emilio R. Maldonado que comandaba a los cadetes cuando ocurrió el atentado en el Palacio del Gobierno, en ocasión en que presentaba sus cartas credenciales, el Ministro Americano. Enseguida se procedió a diezmar a la Compañía de Cadetes. Las descargas de artillería de los pelotones de fusilamiento, se escuchaban sin cesar todas las noches durante la trágica semana del atentado. Años después la Escuela Politécnica fue reabierta con el nombre de Academia Militar, en las instalaciones de la avenida La Reforma, donde permaneció por muchos años, recuperando su nombre original.

 

Pues bien, en un local frío, estrecho y sombrío se encontraba don Manuel aquella mañana, revolviendo un montón de papeles  que tenía  en desorden, sobre la mesa de centro de un amueblado de sala, con los sillones con forro de raso desteñidos y en mal estado. Su estado físico era deplorable, demacrado y enflaquecido, con los ojos desorbitados y la mirada perdida, un nervioso temblor invadía sus manos y una tensión física y espiritual dominaba su cuerpo. Su  voz  incoherente era mas bien un balbuceo, al responder las preguntas del Juez, que el Secretario anotaba en su libreta. Enseguida tuvo lugar la  siguiente escena:

 

"Señor Licenciado - le dijo mi padre - estoy aquí en mi carácter de Juez de Primera Instancia para practicar una diligencia judicial, y le ruego se sirva contestar las preguntas que le haré". "Estoy a sus órdenes, señor Juez, sírvase hacer las preguntas que desee" - fue la respuesta del indagado -. A continuación se procedió de acuerdo con lo usual en estos casos. El contenido de la indagatoria no lo supimos,  por eso no lo trasladamos a los lectores, pero es evidente que la diligencia consistió en preguntas y respuestas cajoneras. Lo cierto es que el interrogatorio  duró alrededor de media hora y mi padre y su secretario se retiraron, dejando atrás a un hombre amargado, abatido, frustrado por el infortunio, que otrora fue el todo poderoso,  soberbio, arrogante y cruel que tuvo en sus puños sometido a su voluntad, a todo un pueblo, ansioso de libertad y progreso. En la puerta había una escolta que custodiaba al prisionero, con  un oficial y una docena de soldados, descalzos, de mal talante, y con los uniformes raídos, como vestía el Ejército en aquel tiempo.

        

 

El suicidio de Paquito.

 

Corría el año 1917. Estrada Cabrera disfrutaba en aquellos días de su gran señorío, con esplendor y ostentación. El servilismo había llegado a extremos increíbles, proclamándolo "preclaro estadista, amigo de la juventud estudiosa, defensor de los artesanos", y un sinfín de cosas ridículas y mentirosas que no provenían del pueblo, sino de grupos serviles manipulados por el oficialismo, que no descartaban oportunidad de avivar el fuego con el incienso de la adulación. Además, las fiestas de Minerva conocidas como "minervalias" estaban en su pleno apogeo en el mes de noviembre en celebración de su cumpleaños. A pesar pues, de que el destino le sonreía en esos años felices para él y sus camarillas de servidores, un grave acontecimiento que ocurrió cuando corría ese año, turbó de pronto la tranquilidad y felicidad del gobernante. !El suicidio de Paquito!. ¿Quién era Paquito? Francisco Estrada Cabrera,  fue el hijo menor de don Manuel, el delfín, el preferido, el consentido, el único que vivía con él en la Casa Presidencial y lo acompañaba cuando salía de paseo. En efecto, cuando el atentado de La Bomba, años antes, el 29 de abril de 1907, en la séptima avenida sur, el niño que tenía doce años de edad acompañaba a su padre. Y los dos conjuntamente con el cochero y los oficiales de la plana mayor presidencial, fueron lanzados por los aires hasta caer al suelo envueltos en humo, piedras, polvo y los restos del carruaje, por el potente estallido de la carga de dinamita, colocada justamente a media calle donde pasaría el cortejo presidencial, pero por un error de cálculo del cochero no se logró  el objetivo que se perseguía: el asesinato del Presidente.      

 

Se salvaron por pura suerte de morir destrozados, no así el cochero que en honor a la verdad pasó a mejor vida, ya que estaba involucrado en el complot para asesinar al gobernante. De todas maneras hubiera muerto después de ser cruelmente torturado.

 

         Es una noche fresca y tranquila de mediados del año de 1917, cuando varios individuos golpearon con insistencia el tocador de una casa del Callejón de la Recolección. Preguntaban por el juez de parte del señor presidente, quien requería su inmediata presencia en la casa presidencial. Huelga decir que tanto el juez (que no era otro mas que el licenciado O. Salazar) y la mujer joven y atractiva que los atendió, su hermana Lolita, sufrieron un tremendo susto por el apremiante llamado  del Presidente en altas horas de la noche. Y de paso que mi padre estaba padeciendo en esos días de aquellas gripes, que lo obligaban a recluirse en sus habitaciones y guardar obligada cama. Insistieron para que los emisarios del gobernante les informaran el motivo de la citación, pero solamente repetían que obedecían a órdenes superiores. Por fin se pusieron en marcha  y  el trayecto a recorrer que era corto (pues la Casa Presidencial se encontraba en lo que hoy es el parque Centenario) al Juez se le hizo muy largo, invadido de un montón de presentimientos. Una citación de Estrada Cabrera, sobretodo en la forma intempestiva en que se le hizo, cuando menos producía escalofríos o un temblor de cuerpo al más  valiente de los mortales.         

         Pero su sorpresa fue grande y sus presagios de mal augurio se desvanecieron al llegar a la residencia presidencial, porque de inmediato lo introdujeron a la recámara del hijo del Presidente, que estaba en el segundo piso de la lujosa mansión, donde se encontraba don Manuel con un grupo de médicos. Al notar su presencia, el Presidente se dirigió a los médicos que habían sido llamados de urgencia, posiblemente los doctores, Robles, Sosa, Wunderlich, Santacruz, Ramiro Gálvez, que eran los profesionales de la medicina más prominentes de esa época y les dijo: "Señores, sírvanse abandonar el dormitorio de mi hijo, ya no es necesaria su presencia, desgraciadamente mi querido hijo Paquito ya falleció, el señor Juez procederá a levantar el acta de rigor". Los pormenores de la diligencia no se revelaron, (por aquello del sumario), pero pocos días después salieron a luz los detalles que motivaron el infortunado suceso. El Presidente quedó solo, de pie, al lado de la cama de Paquito, sumido en agobiante y profunda meditación. Vestía  traje negro, abrigo también negro, botines de charol negros, sombrero negro y bufanda blanca de seda.

 

¿Por qué se suicidó Paquito?...¿Cuáles fueron los motivos para privarse de la existencia?...¿Por qué razón se mató el hijo del Presidente?...Estas y otras fueron las interrogantes que se hacía la opinión pública, al conocer la infausta noticia. Resulta que en la noche del trágico deceso, durante la cena en el comedor, el Presidente - muy conocido por su avaricia - reprendió con severidad a su hijo, por los gastos excesivos que estaba haciendo al comprar valiosas joyas para obsequiar a sus amigas. Y es que esa tarde el Almacén La Perla le hizo un cobro por varios miles de pesos  gastados  en  anillos, pulseras,  relojes  y otras joyas de fina calidad y le advirtió a su hijo, que era la última vez que cancelaría cuentas suyas de La Perla. Paquito, visiblemente contrariado, se levantó de la mesa y se dirigió a sus habitaciones, pero a escasos minutos se escuchó un disparo de revólver. El Presidente y sus oficiales de la Plana Mayor sumamente alarmados, subieron al dormitorio, hallando su cuerpo tendido en la cama, bañado en sangre pero aún con vida. Se llamó con urgencia a los médicos, pero cuando llegaron el joven ya había expirado. Hubo una lluvia de comentarios y especulaciones alrededor de su muerte, sin embargo, es evidente que su intención no era consumar el suicidio, sino impresionar a su padre por la reprimenda recibida de él. Si asumimos que así fue, entonces el destino le jugó una mala pasada y como decía mucha gente del pueblo, "se le fue la mano". Y esta suposición es muy factible ya que era un joven apuesto, de 19 años, de regular estatura, tez morena y ojos negros, simpático y afable. Y además, era hijo del Presidente. El cadáver tenía un impacto de bala en la sien derecha con orificio de salida. 

 

         Pocos años después, el 24 de septiembre de 1923, a los 65 años, Estrada Cabrera murió en una cárcel domiciliaria, abandonado, enfermo y resentido. Fue enterrado en el cementerio de Quetzaltenango, su ciudad natal, en un mausoleo que reproduce con fidelidad el Templo de Minerva con su característica línea Jónica, el cual ha permanecido desde aquel entonces en total abandono.

 

         Como siempre ha ocurrido cuando cae un gobierno impopular, las turbas irrumpieron en La Palma, en actos de saqueo, pillaje y vandalismo. Pero un señor conocido de mi padre, no mostró  ningún interés de apropiarse de objetos valiosos, sino que fue muy resuelto y directamente a revolver los archivos secretos que eran un verdadero arsenal de documentos. En las "listas negras" encontró cientos de nombres de personas honorables de toda condición social, que figuraban como desafectos al régimen, o simplemente que no eran de la confianza del Señor Presidente. Le hizo  entrega a mi padre de un  papel (que hasta la fecha obra en mi poder), donde el nombre de él aparecía en aquellos temibles listados.

 

 

La Administración Pública

 

Intentaré a continuación hacer un enfoque de la configuración administrativa, que prevaleció en los gobiernos liberales y conservadores, surgidos después de la Independencia. Talvez cometo alguna inexactitud, pero creo que será asunto de poca monta. Hay que recordar que en las diferentes constituciones políticas que han regido la vida nacional desde 1821, ha quedado establecido que Guatemala es un Estado libre, independiente y soberano, organizado para garantizar a sus habitantes, el goce de sus derechos y libertades. Su sistema de gobierno es republicano, democrático y representativo. También figura el principio de que la soberanía radica en el pueblo quien la delega, para su ejercicio, en los organismos Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Un ligero vistazo a las diferentes administraciones públicas que han gobernado a nuestro país, revela lamentablemente, que ningún gobierno ha respetado la Carta Magna, de suerte que los hermosos textos contenidos en ella, se han quedado en letra muerta. Jamás la soberanía ha radicado en el pueblo. Las asambleas o congresos, se han integrado por diputados incondicionales a los gobiernos de turno, o a los partidos oficiales, sin que representen los genuinos intereses de la población. En este sentido, para seleccionar a los denominados "Padres de la Patria" se ha aplicado la conocida política "del dedo índice".

 

En los gobiernos liberales después de 1821, el gabinete ministerial del presidente de la república, estaba formado por ministros  de estado. Su número y denominación se mantuvo invariable, hasta el gobierno del general Jorge Ubico que cambió el nombre por secretarías de estado, manteniendo el mismo número de ministros. Eran ocho ministerios denominados así: relaciones exteriores, ministerio de la guerra, gobernación y justicia, hacienda y crédito público, fomento, instrucción pública,  agricultura y sanidad pública. En el gobierno del general Carrera, el ministerio de gobernación y justicia tenía el agregado de "negocios eclesiásticos", porque no había separación entre los poderes de la Iglesia y el Estado, lo que sí ocurrió en la reforma liberal de 1871.

 

         En lo que respecta al vicepresidente de la república, ese cargo si existió en algunos gobiernos conservadores, pero según el licenciado Clemente Marroquín Rojas, el general Carrera tuvo vicepresidente, pero éste se dio a la tarea de conspirar contra él para derrocarlo. Carrera lo mandó a fusilar. Desde ese entonces ese cargo quedó suprimido por oneroso, innecesario y burocrático, hasta que fue otra vez instituido, inexplicablemente, en la constitución de 1965. Es decir, que durante más de cien años los gobiernos no se dieron el lujo de contar con un lujoso vicepresidente, que solo sirve para el derroche de los caudales públicos que tanta falta hacen, para afrontar las ingentes necesidades del país.

 

La duración del período presidencial se mantuvo de seis años, tanto en los gobiernos conservadores como en los liberales. Sin embargo, en los regímenes totalitarios se hizo caso omiso de ese precepto constitucional, el cual se ampliaba a un período más, cada vez que se acercaba el final de su mandato. El general Carrera optó por una solución más práctica y menos complicada: la Asamblea Nacional Legislativa por decreto, lo declaró "Presidente vitalicio". En la constitución de 1965 se redujo el período presidencial a cuatro años, pero nuevamente se cambió en  1985 y se fijó en cinco años. Y por fin en la consulta popular de 1994, que introdujo reformas a la Constitución, se dispuso que el período presidencial volviera a cuatro años, como es actualmente. Como dato curioso cabe citar, que sólo dos gobernantes terminaron el período presidencial cuando éste era de seis años: el General Manuel Lisandro Barillas (1887 - 1892) y el doctor Juan José Arévalo (1945 - 1951). Los demás fueron interrumpidos por cuartelazos, golpes de estado, asesinatos o por circunstancias políticas.

 

Como no existía el cargo de vicepresidente, para sustituir al presidente, la asamblea elegía anualmente en su sesión del primero de marzo, por un período de un año, a tres designados a la presidencia, que no gozaban de preeminencia o salario alguno. Se les llamaba cuando las circunstancias lo exigían.

 

         En la organización administrativa anterior a 1945, solo existían estas direcciones generales: dirección general de la policía nacional, de comunicaciones, de caminos, de obras públicas, de sanidad pública y de agricultura.

 

         La potestad de legislar le correspondía a la Asamblea Nacional Legislativa, que estaba integrada por el número de diputados de acuerdo con los censos de población. Eran electos por un período de seis años acorde con el período presidencial y, por supuesto, la mayoría de representantes eran reelectos siempre y cuando mantuvieran su lealtad al Presidente. La justicia correspondía impartirla al Poder Judicial, que lo conformaba la Corte Suprema de Justicia, integrada por cinco magistrados incluyendo al Presidente. La Corte de Apelaciones la formaban cinco salas,  tres en la capital y dos departamentales: la Sala Cuarta en Jalapa y la Sala Quinta en Quetzaltenango. Seguían los juzgados de primera instancia que en la capital no pasaban de seis y en las cabeceras de uno. Los juzgados de paz eran más numerosos y podía ejercerlo cualquier persona, generalmente obreros o artesanos, sin que fuera requisito alguno tener capacidad para desempeñarlo.

 

El gobierno de los departamentos de la República, estaba a cargo de los jefes políticos, que también tenían las atribuciones de comandantes de armas e intendentes de hacienda, nombrados por el Jefe del Poder Ejecutivo. Para desempeñar una jefatura política se requería  ser militar en activo y tener el grado de general. Los civiles se asimilaban a grados militares. En lo que respecta a los gobiernos municipales, estos estaban ejercidos por corporaciones, integradas por intendentes municipales y por síndicos y concejales. Los intendentes se nombraban por acuerdo gubernativo y duraban también seis años en el ejercicio de sus cargos.

 

         La Universidad de San Carlos de Guatemala funcionaba como una institución dependiente del Estado, y se denominaba Universidad Nacional, desde los días de la independencia. Estaba constituida por cinco facultades: Derecho, Medicina, Farmacia, Ingeniería y Odontología. Tanto el Rector universitario como los decanos facultativos, se nombraban por acuerdo presidencial.

 

Por otra parte, cabe mencionar que el  presupuesto general de gastos de la Nación ascendía a diez millones de quetzales anualmente y se mantenía invariable en todos los ejercicios fiscales. El Presidente de la República devengaba un sueldo mensual que no subía de siete mil quetzales. Los presidentes de los otros poderes y los ministros, ganaban quinientos quetzales. Los magistrados de la Corte Suprema de Justicia devengaban doscientos cuarenta y cinco quetzales, los de las salas de apelaciones ciento setenta y cinco y los diputados ciento veinticinco. El sueldo de los jueces de primera instancia no pasaba de setenta y cinco quetzales. Un maestro  ganaba dieciocho quetzales. Pero a pesar de los salarios tan exiguos, no se conocía la extrema pobreza como ocurre actualmente. La vida era barata: una libra de azúcar o de maíz, por ejemplo, costaba cuatro centavos, la libra de frijol ocho centavos, el pasaje del bus urbano, cinco centavos y por 25 centavos se viajaba a la Antigua, Villa Nueva o Amatitlán.

 

         Los gastos de representación y los viáticos no existían, porque ni el presidente, ni los ministros, ni los diputados, mucho menos funcionarios o empleados de menor jerarquía, viajaban al exterior.

 

         La escasa obra material que se realizaba, -a excepción de la administración de Ubico, que le dio relativo impulso -, así como los gastos operativos del gobierno, estaban supeditados al presupuesto general de ingresos y egresos de la nación, siendo su única fuente de entradas el impuesto del tres por millar, los impuestos de ornato y vialidad y alguno otro más. De suerte que tampoco había deuda externa o interna porque no habían empréstitos ni internos ni externos. 

 

En lo que respecta a las manifestaciones artísticas o culturales, la formación de profesionales de la música estaba a cargo del Conservatorio Nacional de Música y Declamación. Las fiestas hogareñas, allá en los años 20, las amenizaban las marimbas o las estudiantinas, que las formaban jóvenes de ambos sexos con instrumentos de viento y de cuerda. No había hogar donde no se engalanara la sala con un piano de cola o vertical, donde las señoritas de la  casa recibían clases de piano y también de solfeo y canto. Tampoco faltaban en las casas de la gente rica y aún en los hogares de la clase media, una "pianola" y una victrola o fonógrafo que reproducían en discos de 78 revoluciones, los más sonados éxitos musicales de aquel entonces, entre ellos, Adolorido, Besos y Cerezas, Chata Malora, Mujer sin corazón, Pajarillo Barranqueño, o Negra Consentida, La negra noche o Dónde estás corazón, o bien La Paloma o Cielito Lindo y Bellas Ilusiones.

 

               Nuestro hermoso instrumento musical "La Marimba", declarado Símbolo Patrio por el gobierno de Arzú, parece que estuviera dentro de las especies en extinción, porque al correr de los años en las fiestas familiares se ha ido sustituyendo, primero por los mariachis, imitación de los grupos mexicanos, luego por los conjuntos juveniles, y finalmente por las estridentes máquinas estereofónicas. Esto desde luego resulta mas practico y más barato que la Marimba. En ese sentido los marimbistas, han tenido bastante culpa. El repertorio de su música permanece estancado, sus ejecuciones se limitan a obras musicales de hace medio siglo, y las nuevas generaciones buscan la música moderna, contemporánea, que les inyecta mas alegría y diversión.

 

               En la época a que me refiero, los actos o ceremonias oficiales estaban amenizados por la orquesta sinfónica, que durante el gobierno del general Ubico adoptó el nombre de Orquesta Progresista. En festividades populares las bandas de música de los cuarteles, se encargaban de poner las notas alegres en el kiosco del parque central, o en otros lugares públicos.

                  

 

El Presidente Herrera:

¿Equivocación histórica o error político?                

        

         El 8 de abril de 1920, la Asamblea Nacional Legislativa emitió un Acuerdo histórico, al designar al ciudadano don Carlos Herrera como Presidente Constitucional de la República de Guatemala. Las expresiones eufóricas de júbilo se manifestaron vivamente en la población, que ansiaba con vehemencia un cambio radical en todos los órdenes de la vida nacional, después de 22 años de una tiranía oprobiosa y cruel. Entre las ruidosas manifestaciones y la algarabía popular y los encendidos discursos, algunos grupos quisieron aprovecharse de esos momentos eufóricos, para cometer  venganzas personales, incluso de linchamientos, con el fin de hacer justicia por mano propia contra personas que habían servido al régimen derrocado. Estos lamentables incidentes surgieron principalmente en el Parque Central, enfrente del Colegio de Infantes, pero la intervención de las autoridades, impidieron las escenas violentas que amenazaban con correr sangre, en algunos casos por rencillas personales. Pero después de la amenazante tempestad,  volvió la calma,  la serenidad, y la fiesta  se prolongó por muchas semanas.

 

         Al quedar integrado el Consejo de Ministros el nuevo gobierno comenzó a consolidarse, seleccionando a los principales funcionarios, entre personas de reconocida honorabilidad, capacidad y patriotismo. Es digno de mención que para el Ministerio de la Guerra, el Presidente Herrera designó a un ciudadano civil, al agricultor don Emilio Escamilla. Para el Ministerio de Gobernación y Justicia se nombró al jurista don Mariano Zeceña, y para la subsecretaría al licenciado O. Salazar, asumiendo el Despacho poco tiempo después en el  mes de septiembre, por ausencia del Titular. El Ministerio de Instrucción Pública fue ocupado por el brillante periodista y licenciado Eduardo Aguirre Velásquez. No quiero referirme a las bondades o desaciertos del gobierno conservador de don Carlos Herrera, eso quedó en manos de nuestros historiadores. Pero si es justo a todas luces y hay que decirlo sin preámbulos, que el gobierno de Herrera fue una apertura democrática para Guatemala y un respiro de libertad para el pueblo. Atrás habían quedado los días de represión y persecución política, de exilio, cárcel y asesinatos. Las voces de protesta patriótica de centenares de valientes ciudadanos, habían sido ahogadas en ríos de sangre. Quedaba en las páginas de la historia, un sistema político de gobierno contrario al progreso del país y al bienestar de sus habitantes.

 

Pero habían pasado muy pocos meses de la toma de posesión de Herrera, cuando los grupos de la oposición a su gobierno, o sea los desplazados del Partido Liberal, salieron de sus madrigueras y le declararon una despiadada guerra sin cuartel, pues al caer Estrada Cabrera, no se durmieron  en las cenizas de la derrota, sino al contrario, se mantuvieron muy despiertos atisbando la oportunidad para recuperar el poder, como así ocurrió finalmente.       

 

         Los cronistas de la época, coincidieron en que don Carlos Herrera, no era la persona adecuada para enfrentarse a los momentos cruciales en que se jugaba el futuro de la Nación, que demandaba urgentes reformas sociales, políticas, económicas y culturales. Los problemas que en todo sentido agobiaban a Guatemala, exigían en aquel momento un líder de carácter firme y enérgico, con principio de autoridad y don de mando, para salvar a la Nación de la profunda crisis institucional en que se debatía. La controversial figura de Herrera es posible definirla entonces, como un hombre sencillo, dotado de excelentes cualidades personales, honorabilidad, ideales democráticos, vasta ilustración, acendrado patriotismo, de indiscutible sensibilidad social. Pero su carácter era débil, tímido y falto de resoluciones. Este carácter de don Carlos, influyó decisivamente en asuntos de Estado de carácter trascendental, cuando se requerían acciones políticas con prontitud y determinación. Al designarlo la Asamblea Nacional Legislativa como Presidente de la República, en consonancia con el clamor popular, cabe preguntarse entonces ¿No se cometió una equivocación histórica o un tremendo error político? Porque al haberse interrumpido a los once meses su mandato constitucional de seis años, por un salvaje cuartelazo, cortó de tajo el destino de la Nación, cuando el gobierno se encontraba empeñado en la búsqueda de nuevos derroteros de progreso y bienestar para sus habitantes. Las consecuencias fatídicas que se derivaron de ese hecho tan abominable, nos condujeron años después a otra tiranía tan feroz y sangrienta como la de Estrada Cabrera: la de Jorge Ubico. Pero Dios así lo dispuso y el destino de los pueblos está escrito con letras de molde en las páginas de la historia.

 

         Un impresionante momento de la vida política de aquella época, que recoge aspectos trascendentes que ocurrían en esos días, se registró una noche fría del mes de noviembre del año 1920. Dos personas conversan animadamente de sobremesa, en el espléndido comedor de la Casa Presidencial. Vajilla de plata, vasos y copas  de cristalería europea, paredes tapizadas, lujosas cortinas de brocado, lámparas de araña, pisos cubiertos con alfombras persas, y cuadros grandes con reproducciones de geniales pintores, talvez "La Escuela de Atenas", de Rafael, o "Las bodas de Caná", de Veronés, que se encuentran pendiendo de las paredes de la hermosa sala.  Luce un amueblado Luis XV y algunas estatuas  de famosos escultores. Complementan el recinto un juego de tremoles de vidrios  finamente biselados  con sus marcos dorados. En el comedor resplandece "La última Cena" del gran  Leonardo De Vinci. Una arcada nos separa de la sala y otra del Despacho del Presidente, en cuya puerta de acceso, a mano derecha, hay un Crucifijo de plata sobre una mesita donde arde una veladora. Se percibe elegancia y buen gusto, pero con sobriedad. Oficiales de la Plana Mayor Presidencial, camareros y ujieres, discretamente ocultos.

 

         Uno de los interlocutores, el que parece de más jerarquía, frisa en los 58 años, es alto, de atrayente personalidad, finos modales, elegantemente vestido de oscuro, de casimir inglés. El otro, bastante más joven, talvez de 27 años, también de estatura alta, vistoso traje oscuro y de personalidad un poco tímida. El primero de nuestros personajes es el Presidente de la República don Carlos Herrera. El otro es el Ministro de Gobernación y Justicia, licenciado Federico O. Salazar. "Le confieso don Federico, que ya me está cansando ser Presidente de la República. No recuerdo quien dijo, muy acertadamente, talvez Lincoln, que mientras el pueblo disfruta de la democracia, el Presidente la sufre". Con estas palabras matizadas de pesadumbre, inició la conversación el presidente Herrera, a los pocos meses de haber asumido el poder, a lo que el ministro acotó: "Disculpe don Carlos, pero en ese sentido hay que aclarar que el pueblo está identificado con usted, el pueblo lo quiere, la opinión pública lo respalda. Son nuestros adversarios políticos los que mantienen agitado el ambiente".  "Es razonable lo que usted expresa, mi querido Ministro, - respondió don Carlos- y sin vacilaciones añadió resueltamente: "Para los militares no soy el santo de su devoción y no olvide que ellos tienen en sus manos las bayonetas y los cañones, listos para derrumbarme". El ministro arremetió así: "Comparto su opinión señor Presidente; ellos están molestos por el nombramiento de Milo Escamilla como Ministro de la Guerra, que lo interpretan como un desafío para el ejército, y no se hacen a la idea de que un civil los ponga firmes. Además ya lo hemos comentado en el Consejo de Ministros, ese nombramiento tiene por objeto profesionalizar a los militares porque son muy ignorantes, pero eso no lo entienden así, y entonces personalmente comparto su opinión". Con un ligero movimiento de cabeza, el Presidente asintió complacido el señalamiento del ministro y con gesto optimista comentó: "Sabe don Federico, lo que sí me llena de satisfacción, es que los estudiantes y nuestros intelectuales están contentos. Acaban de fundar una asociación que se llama "La generación del 20", y también han instituido la "Huelga de Dolores" que en los días de la Cuaresma estuvo en gran efervescencia. Es cierto que en el 98, a las pocas semanas de asumir el poder Estrada Cabrera, se hizo un intento estudiantil de promover la huelga, pero al año siguiente las autoridades no la permitieron. Y como hemos decretado la libertad de imprenta, publicaron un periódico que se llama "No nos tientes", de contenido humorístico, jocoso, satírico y de punzantes críticas de las que no me escapé. Y a usted tampoco lo olvidaron. Y el ingenio de nuestros muchachos universitarios no se queda hasta allí: compusieron una marcha, un canto belicoso que se llama "La Chalana", de alegre música y de letra irónica y picante”.

 

         Interrumpe la charla un oficial de la Plana Mayor, que se aproxima a la mesa donde tiene lugar el coloquio y le entrega al Presidente un fajo de papeles. Los examina ligeramente y al marginarlos se dirige al ministro: “son para usted  de varios jefes políticos que están pidiendo uniformes y botas para la policía”.  “Acúseles recibo y ojalá se les pueda complacer”, expresó el  Presidente, al tiempo de entregar al ministro, el petitorio de los funcionarios departamentales.

 

“Y vea Señor Presidente, a propósito de la "generación del 20", - subrayó el Ministro de Gobernación y Justicia, a manera de ahondar en el tema:  -“ sus integrantes son  nuestros buenos amigos, estudiantes de las diferentes facultades, entre ellos están Miguel Angel Asturias, David Vela, Clemente Marroquín Rojas, Barnoya, que le apodan "la chinche", Epaminondas Quintana, Miguel Angel Balcárcel, Flavio Herrera y otros más que se escapan de mi memoria. Pero también tenemos a un numeroso grupo de profesionales y estudiantes muy valiosos, entre ellos, Bianchi, Guayo Cáceres, Arturo Herbruger, Ernesto Alarcón, Rafael Arévalo, César Brañas, Alejandro Córdova, Federico Hernández de León, y muchos más intelectuales que son honra y gloria y el futuro de Guatemala. La mayoría son mis discípulos en la Escuela de Derecho" - observó el ministro -."Clemente Marroquín Rojas está trabajando en el Ministerio de oficial tercero, es un joven inteligente, periodista combativo y polémico. En esos días de la Cuaresma no lo vi en su oficina, porque  estuvo ocupado en los menesteres de la primera huelga de dolores" - concluyó diciendo el Ministro -. En ese momento se acerca un camarero de uniforme blanco y llena dos resplandecientes copas de coñac francés cuatro letras, que los interlocutores beben pausadamente, mientras  el titular encargado de la seguridad pública, reanuda la conversación siguiendo el hilo de la misma, y observa: "no hay que olvidar don Carlos, que en los departamentos tenemos muy buenos amigos y colaboradores. En Chiquimula, en Jalapa, en Zacapa, en Cobán, en Quetzaltenango, por ejemplo, está lo mas granado de la intelectualidad. Músicos como don Jesús Castillo, autor de la ópera Quiché Winak; Wostbelí Aguilar, los hermanos Hurtado; entre los poetas podemos citar a Osmundo Arriola, al escritor Carlos Wild Ospina, el pintor muralista Carlos Mérida, el eminente médico Rodolfo Robles, y una lista interminable que son gloria y orgullo de Guatemala". El Ministro continuó: "Es también muy plausible el respaldo que nos brinda la Sociedad central de artesanos y auxilios mutuos y la Sociedad del seguro de vida del Gremio Obrero". "No hay que dejar de mencionar, asimismo", - remarcó el Presidente, volviendo a los valores nacionales - "a don Germán Alcántara autor del hermoso vals "La Flor del Café", y la mazurca "Mi Bella Guatemala", al maestro Ovalle autor de la música de nuestro hermoso Himno Nacional. Por fin tenemos al maestro Mariano Valverde, que recién compuso el vals "Noche de Luna entre Ruinas", donde refleja los trágicos terremotos de hace tres años". Y saliéndose de la tangente, el presidente Herrera nostálgicamente comentó: "No se imagina querido ministro que contento me sentiría yo, si en estos momentos estuviera disfrutando de las delicias de mi querida finca Pantaleón. A veces tengo el presentimiento que jamás volveré a pisar esa tierra bendita de Dios". Pero sin duda con el intento de desviar los sentimentales pensamientos del gobernante, el licenciado Salazar volvió a la carga política y a manera de "pica en Flandes" le expresó al mandatario: " mi respetable don Carlos, creo que hay que darle impulso a su sueño de convertir a nuestra amada Patria, en la Suiza de América", y don Carlos, volviendo a la realidad, como quien dice abriendo los ojos ante las graves responsabilidades que pesaban sobre sus hombros, afirmó: "Ya lo creo, ministro, está dentro de mis prioridades, aunque a veces me desanimo, porque yo creo que nunca encontraré a los suizos, ni en el más recóndito lugar de Guatemala. Le reitero con pesar -enfatizó el Presidente- que los liberales no me dejan trabajar, andan propalando por los cuatro vientos, una sarta de calumnias, injurias y toda clase de insidiosas falsedades contra mi persona. Pero en fin ya veremos...!Dios dispondrá que será de nuestro porvenir! Y a propósito de la Semana Santa, -terció el presidente - tengo entendido que usted es cucurucho", a lo que el licenciado Salazar respondió clarificando: "No propiamente distinguido don Carlos, no soy cucurucho, soy cargador en el turno de honor en la salida de la procesión del Señor de Candelaria el Jueves Santo, y créame que siento profunda devoción y una admiración inmensa por esa consagrada Imagen, que es una de las obras escultóricas más bellas y perfectas de la cultura religiosa del país," -finalizó diciendo el ministro -.

 

         Serían las once de la noche, cuando el Ministro del Interior abandonó  la Casa Presidencial. Dos agentes de la policía vestidos de particular lo esperaban en la puerta y lo acompañaron a prudente distancia hasta su casa.

          

 

El cuartelazo del 5 de diciembre. 

 

         La época fría de diciembre había comenzado. Los preparativos para celebrar las festividades de fin de año, ya se hacían sentir en el ambiente, un ambiente de fiesta, alegría y colorido navideño. Las ventas navideñas ya estaban instaladas enfrente del Sagrario, a lo largo de la octava calle oriente y al lado del Palacio Arzobispal sobre la sexta calle y el callejón del conejo. En las afueras de la Iglesia de San Francisco, también había mucha actividad. El tradicional rezado de la Virgen de Concepción, saldría como todos los años, el  8 de diciembre a las cuatro de la tarde. La bulliciosa "serenata" se realiza en la noche de la víspera. En las calles adyacentes al Templo, o sea la sexta avenida sur y la trece calle oriente, se llenan de casetas donde se venden gran variedad de comidas típicas, principalmente los tamales negros y colorados, los paches quetzaltecos, los chuchitos, los tamalitos de maíz blanco y amarillo, los buñuelos, y toda clase de golosinas y de bebidas calientes como el atole de elote y el "ponche" elaborado de frutas tropicales y un chorrito de "piquete".

 

         En horas de la tarde del martes 4 de diciembre comenzó a sentirse en la capital, un ambiente extraño, inquietante, como si presagiara la proximidad de una tragedia de mucha gravedad.  Soplaba un viento frío con menuda llovizna, proveniente del norte, mientras densos nubarrones oscuros cubrían la capital al despuntar la noche, que corrían como ráfagas por el cielo, ocultando por instantes a la luna en cuarto creciente. Pero la noche pasó tranquila. La gente se retiró a sus casas temprano, quizás por los desvelos de las noches que venían. Los rezados de la Virgen de Concepción saldrían el 8 y 9 de las iglesias de San Francisco y la Catedral, y la procesión de la Virgen de Guadalupe el día 12. Las alegres posadas despuntarían el 16 de diciembre.

 

         No bien había amanecido el miércoles 5 de diciembre, cuando un ensordecedor ruido de cañones y cascos de caballos,  en las empedradas calles y avenidas de la silenciosa y pequeña capital, despertó a los vecinos antes de la hora acostumbrada. La gente, con visibles expresiones de pánico y sorpresa, comenzó a salir a las puertas de sus casas, a inquirir noticias de lo que estaba ocurriendo. Lo que en un principio fue un persistente rumor, al cabo de pocas horas ya corría la noticia por los cuatro vientos: los cuarteles de San José, Aceituno y Matamoros se habían levantado en armas, obligando al Presidente Herrera, a renunciar de su alto cargo.

 

         Pero veamos lo que ocurría en la casa presidencial. Tres militares encabezados por el general José María Ore-llana, jefe del estado mayor del ejército, habían asumido el poder por la fuerza de las armas, formando un triunvirato militar. La casa presidencial que estaba sitiada por las tropas, había sido invadida por la soldadesca, que se movía nerviosamente en su interior. En el Despacho del Presidente, se hallaba el general Orellana, su estado mayor de cinco oficiales y el hermano del presidente, don Salvador Herrera. Los momentos dramáticos vividos en esos instantes, me fueron relatados por el coronel Efraín Medina, en ese entonces con el grado de teniente del ejército y que integraba el estado mayor del general Orellana. El relato me lo hizo el coronel Medina, muchos años después, en 1973, cuando formaba parte del cuerpo de seguridad del ex jefe de gobierno coronel Enrique Peralta Azurdia, hospedado en la casa de mi padre en la calzada de San Juan, cuando impulsábamos su candidatura presidencial. La versión del coronel Medina, fue confirmada plenamente por mi señor padre, en ese entonces como ya es sabido, ministro de Gobernación y Justicia. Veamos lo que ocurrió.

 

         Cuando los protagonistas de la escena, ingresaron en forma abrupta y descomedida al Despacho presidencial, don Carlos Herrera, se encontraba de pie, al frente de su escritorio, aparentemente sereno, en espera de la llegada de los jefes insurgentes, que ya le habían notificado el paso que habían dado. Don Salvador, revólver en mano, apuntándole a la cabeza, le dijo: "lo siento mucho Carlitos, tienes que firmar tu renuncia o te mueres, razones de estado así lo exigen". Casi sin poder articular palabra, don Carlos, con el semblante demudado, y con lágrimas en los ojos le dijo: "así lo haré Salvita y que Dios te perdone por lo que haces". Tomó con la mano derecha una pluma de oro que tenía en su escritorio, la mojó en el tintero y firmó su renuncia irrevocable.  Don Salvador Herrera agregó: "te hago entrega de los pasajes del ferrocarril vía Puerto Barrios, que abordarás esta misma noche a las ocho, y sacando de su cartera unos boletos, le dijo a su hermano, aquí está también tu pasaje para que abordes el vapor, que zarpa pasado mañana hacia el puerto de Marsella. De allí en adelante te radicarás en París, donde será tu nueva residencia".

 

Pero los ministros y subsecretarios y otros altos funcionarios del gobierno depuesto, tampoco estaban en un lecho de rosas, tenían  la soga al cuello, porque se había desatado una verdadera cacería de brujas. A las seis y media de la mañana un piquete de soldados, encabezados por el coronel Marcial Prem, golpeaban con insistencia el tocador de la casa marcada con el número cinco  del callejón de Corona, para capturar al ministro de gobernación y justicia, licenciado Federico O. Salazar. En similares circunstancias se procedía con los demás ministros. "Me siento sumamente apenado, Federico, al cumplir esta ingrata misión, pero los militares, tú lo sabes, tenemos que acatar las órdenes superiores", fueron las palabras del coronel Prem, quien añadió: "para mí es doblemente doloroso, porque se trata de mi amigo y vecino". Inmediatamente se pusieron en marcha rumbo a la penitenciaría central.   

 

Mi padre conocía como la palma de la mano, hasta el último rincón de la siniestra cárcel, que había visitado en varias oportunidades como ministro, pero ahora en circunstancias muy diferentes. Llegaba como reo a una bartolina. Advirtió que varios ministros ya se encontraban tras las rejas, pero en el curso de la mañana fueron llegando los demás. Como una cruel ironía del destino, días antes del cuartelazo, había ordenado refaccionar la sección de la cárcel donde se encontraban las bartolinas para presos políticos, pintándolas y dotándolas de sanitarios, para sustituir los horribles botes de hojalata donde hacían sus necesidades los internos.  Quiere decir que el viejo adagio "de que nadie sabe para quien trabaja", en esta oportunidad sí se cumplió a cabalidad, porque tanto él como a los otros ministros les tocó estrenar bartolinas con inodoros en lugar de botes de hojalata.

 

         En la víspera de la nochebuena, el triunvirato militar dispuso ponerlos en libertad, pero durante los días de cautiverio fueron objeto de molestias, por disposiciones arbitrarias del coronel Jorge Ubico, que había sido nombrado ministro de la guerra por el nuevo gobierno y quien diariamente los visitaba con intenciones ofensivas. El más afectado fue en todo momento don Emilio Escamilla, a quien se trataba de humillarlo sin razón alguna. Las esposas los visitaron diariamente, llevándoles obsequios y hermosos ramos de flores. Esto provocó un día la ira de Ubico y las visitas de las esposas, incluyendo a mi señora madre, quedaron prohibidas.

 

         El semanario "Entre broma y broma", que dirigía el genial caricaturista "Moncrayón", que comenzó a circular por la libertad de imprenta, publicó una caricatura, donde ponía en labios de don Carlos Herrera, las palabras del gran Emperador francés Francisco I, después de su triste derrota que dijo: "todo se ha perdido, menos el honor". La parodia decía "Todo se ha perdido, menos Pantaleón".

 

         Cuando un amigo le preguntó a don Carlos en el exilio, que por qué no había cumplido su promesa de convertir a Guatemala en una Suiza, respondió lacónicamente: "porque no encontré a los suizos". Don Carlos Herrera jamás volvió a Guatemala. Murió en París en el año 1930, a los 74 años de edad.



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