PRIMERA PARTE
Finalmente afronté el traslado, después de tanta
indecisión, ocasionándome demasiado esfuerzo hacerme a la idea de dejar la
Casita Campestre para trasladarme al apartamento que estoy estrenando. Amplio,
elegante y sobrio, precisamente donde estuvo localizada la Biblioteca de
Derecho Civil de mi padre, calificada por conocedores de la materia, como una
de las bibliotecas privadas, más completa y actualizada de Centro América.
Mi padre falleció en el año 1985. Su partida de
nacimiento quedó inscrita en el Registro Civil, con los apellidos Ojeda
Salazar, dándose una transposición en el orden de los mismos, debido a un error
en el momento de su inscripción. Conociendo estos antecedentes, nunca se hizo
la modificación que correspondía (quien sabe el porqué), sin embargo, firmó
durante toda su vida como Federico O. Salazar, en consecuencia, todos sus hijos
fueron inscritos legalmente en el Registro Civil con los apellidos Salazar
Valdés. A las nueve y diez de la noche del lunes 2 de septiembre del año
mencionado, a la avanzada edad de 97 años, mi padre cerró sus ojos para
siempre.
Comenzó su fecunda vida pública, universitaria y
docente, recién graduado de abogado y notario en la Facultad de Derecho y
Notariado de la Universidad Nacional (hoy, Universidad de San Carlos de
Guatemala), el 28 de octubre de 1911, cuya tesis intitulada "La
legislación obrera en accidentes de trabajo", mereció el codiciado Premio
Gálvez, por sus principios renovadores de avanzada social para aquella
época. Sus estudios primarios los
realizó en el Colegio San Agustín, del Padre Solís, y en el Colegio de Infantes, de la ciudad de Guatemala. Ocupó
diferentes judicaturas de la capital, siendo magistrado de las salas de
apelaciones y de la Corte Suprema de Justicia. Desempeñó eventualmente la
presidencia de la misma. Durante el gobierno de don Manuel Estrada Cabrera, fue
Oficial Mayor del ministerio de Relaciones Exteriores, promotor fiscal, síndico
municipal, diputado a la Asamblea Nacional Constituyente y miembro del servicio
jurídico del Ministerio de la Guerra.
Posteriormente, ya durante el gobierno de don Carlos
Herrera, ocupó inicialmente la subsecretaría del Ministerio de Gobernación y
Justicia y luego el Despacho de dicho Ministerio. Impartió cátedras en
numerosos establecimientos educativos públicos y privados, entre ellos el
Instituto Nacional Central de Varones, el Instituto Normal Central de Señoritas
- Belén -, y en los colegios Santa Rosa, Europeo, La Concepción, Escuela
Comercial Privada e Instituto Belga Guatemalteco. Las cátedras de derecho civil
comenzó a impartirlas en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales,
posterior a su graduación de abogado y
notario, ocupando la decanatura en 1950.
Su deontológica obra "En el Umbral de la
Abogacía" - discursos de un Decano a sus alumnos- recoge más de cien
orientadoras alocuciones, que dirigió a los profesionales que recibieron su
título durante su paso por la Escuela de Derecho.
En 1955 el Presidente de la República Coronel Carlos
Castillo Armas, lo designó Presidente de la Comisión de Asesoría Jurídica de la
Presidencia de la República, cargo que ejerció hasta 1966. Fue en ese entonces
cuando se le encargó la elaboración del proyecto del Código Civil, el que
después de una revisión por una comisión específica, (esta comisión se integró
con los abogados José Vicente Rodríguez, Carlos Enrique Peralta Méndez y Mario
Aguirre Godoy) fue promulgado por el gobierno del coronel Enrique Peralta
Azurdia, en 1963.
Entre las principales condecoraciones que recibió,
podemos citar, la Orden del Quetzal, en el Grado de Gran Cruz, la Medalla
Universitaria y la Orden del Buen Juez. Con ocasión de su fallecimiento, la
Universidad de San Carlos de Guatemala, emitió un acuerdo de condolencia, designando a los licenciados
Rubén Alberto Contreras Ortiz, Decano de la facultad de Ciencias Jurídicas y
Sociales, y Rodrigo Segura, Secretario
de la Universidad, para hacer entrega del mismo. También, la Corte Suprema de
Justicia, en nombre del Organismo Judicial, designó a los licenciados Leocadio
De La Roca y Marco Augusto Recinos, magistrados de ese alto organismo, para
hacer entrega del acuerdo de condolencia.
Al cumplirse un mes de su fallecimiento, se ofició una
misa de resurrección en la Iglesia el Divino Redentor, Utatlán 2, a la seis de
la tarde.
La casita Campestre
Vuelan los primeros días del mes de enero del año
2000. Me encuentro en la pequeña antesala de mi apartamento con vista a una
terraza, donde entre otros árboles y
arbustos, unos hermosos naranjales se desprenden del jardín del piso de abajo,
cargados de naranjas de Valencia que comienzan a madurar. Es una mañana
primaveral, teñida por la proximidad del equinoccio de primavera, y mientras
disfruto de un café, leo, de Jacques Cordier a Juana de Arco, su personalidad,
su papel histórico. ¡Medito en esa figura tan atractiva, tan digna de compasión
y de admiración! Confieso que desde pequeño fui un apasionado lector de la
vida de Juana de Arco, y en general de
la Historia de Francia. Mis lecturas y autores favoritos, comenzaron con las
diminutas "callejas", con los emocionantes cuentos de la literatura
infantil, traducidos a todos los idiomas: Caperucita Roja y Blanca Nieves, Pinocho,
Pulgarcito y La Cenicienta, sin olvidar a Alicia en el País de las
Maravillas o Alí Babá y los cuarenta ladrones. Muy cerca, casi al alcance de la
mano, una pequeña librera atesora obras muy selectas que son de mi
predilección. La Caída del Imperio Romano, Don Quijote de la Mancha, El Protocolo de los Sabios de Sión, el
Conflicto de Los Siglos, Las Confesiones de San Agustín, el poema épico La
Odisea de Homero, Luis XIV y Europa y La Divina Comedia, y sin faltar, Los Tres
Mosqueteros, Veinte Años Después, El Conde de Montecristo, José Bálsamo o el
Conde de Cagliostro, y las visionarias novelas de Julio Verne, o las
detectivescas de Xavier de Montepin.
¿Pero quién no ha tenido en sus manos un libro grueso,
controversial, sagrado, de muchas páginas, bien presentado, UN SEÑOR LIBRO? Su
título: LA BIBLIA. El Libro de los Libros que ocupa en mi librera un sitio de
honor.
Continuemos...
Hace muy
pocos días finalizó el segundo milenio y
el siglo XX de la Era Cristiana. Acontecimiento impresionante y trascendental
en la historia de la humanidad, que fue celebrado con todo esplendor en el
mundo entero. La televisión cubrió el maravilloso espectáculo de fiesta,
fantasía y colorido de la media noche, desde las principales capitales del
Planeta, en un derroche artístico monumental y haciendo gala de los prodigiosos
avances de la ciencia y la tecnología.
Lógicamente nos encontramos pues, en los umbrales del
tercer milenio y del siglo XXI, y corre un año intransitivo, ya que el tercer
milenio y el siglo XXI, comienzan naturalmente el primer día del mes de enero
del año 2001.
Entonces, volviendo a la Casita Campestre, para mí fue muy nostálgico desocuparla, ya
que conserva en sus añejas paredes un silencioso pasado, pletórico de hermosos
recuerdos. Fue construida hace aproximadamente medio siglo, cuando mi padre
compró allá por el año 1947, un terreno bastante grande en lo que fuera la
finca Miraflores, que había sido propiedad del recordado historiador don
Antonio Batres Jáuregui. Esta finca urbana se ubicaba en lo que actualmente es
la zona siete de la capital, entre las calzadas de San Juan y Roosevelt y la 23
avenida, no lejos del imponente y suntuoso edificio Tikal Futura, exactamente
en el área donde tuvo su asiento la ciudad
Maya de Kaminal Juyú, pues en el extremo sur oriente, en un predio de
doscientos cincuenta metros cuadrados, al fondo de la propiedad, allí fue
construida la recordada casita.
Su
construcción se hizo de adobe, del adobe de antes, de magnífica calidad, duro y
sólido, que más bien parecía de material de roca o piedra, y por eso no sufrió
el menor daño con el violento terremoto de 1976, que alcanzó una intensidad de
más de siete grados en la escala abierta de Ritcher. La entrada consistía en un
corredor descubierto, y en el interior estaban el Oratorio, los dormitorios,
baño, comedor y cocina. La pila estaba afuera, cerca del apartamento del
servicio. Todas las ventanas tenían barrotes y tela metálica, los cielos o techos
de machihembre, los muebles eran antiguos, no habían clósets sino roperos y
armarios.
La
abundante vegetación exterior y su estilo
rústico, hacían de ella una agradable residencia de campo. La casita me
hacía recordar la letra de aquella vieja canción de principios del siglo XX:
"¿Que de donde amiga vengo?...de una casita que tengo mas abajo del
trigal, es una casita chiquita, para una mujer bonita que me quiera
acompañar".
Cuenta Batres Jáuregui en su "Historia de un
Siglo", que los días sábados visitaba su finca, acompañado de su
mayordomo, quien tenía a su cargo los pormenores del viaje, desde el ensillado
de los caballos, hasta el pago de las planillas y el cuidado y revisión de las
plantaciones de café. Salían de la capital - su casa se ubicaba en la cuarta
avenida sur- a las siete de la mañana, y antes del medio día llegaban al casco de la finca, después de una
aventurada travesía por extravíos y vericuetos. Cuando lo acompañaba su esposa,
u otro miembro de su familia o algunos amigos, el obligado paseo se realizaba
en carruaje.
Pues la casita campestre, se encontraba en aquel
entonces, dentro de una lujuriosa vegetación. Rodeada de macetas de cemento con
variedad de hojas y flores, rosales y claveles, dalias y geranios, en una
hermosa policromía. Abundaba la hoja de quequeste, las orejas de burro y el
bambú, que servían de cercos o colindancias con los terrenos vecinales. Llamaba
la atención los altos y gruesos troncos de los izotes con sus hermosos ramos de
flores blancas, muy apetecidas en el arte culinario, así como los frondosos
pinos y los cipreses, las eugenias y los calistemos, las ornamentales
bugambilias y las jacarandas, insustituibles en parques y jardines, resplandecientes con sus racimos de flores
azules, en los días de la Cuaresma. Y
por fin las hiedras trepadoras, la mano
de león, las olorosas flores de las madreselvas, y una gran variedad de
árboles frutales, pero yo prefería los duraznales que lucían en la primavera
sus florecillas color lila. Nunca me olvido que a una distancia de unos
cincuenta metros, había una legendaria y altísima palmera, de tronco erecto y
cilíndrico, de unos setenta metros, que según decían, la sembró el propietario
de la finca, Don Antonio, a finales del siglo ante pasado.
Inicialmente la casita la ocuparon mis padres,
posteriormente quedó viviendo en ella la tía Lolita, ya entrada en años, hasta
su fallecimiento en l976, meses después del terremoto del 4 de febrero.
Curiosamente la casita quedó incólume y su huésped salió ilesa de aquel infortunado
acontecimiento, que dejó mas de veinte mil muertos en todo el país. Enseguida
la ocupó Luqui mi hija y su pequeña hija Ximenita, a finales de los compulsivos
años 70. Luego mi hija Mirian, su esposo Fernando, y sus hijos Andrea y Rodrigo
que ahí nacieron. Y finalmente Ana María mi esposa y yo, hasta su fallecimiento
el l8 de mayo de l996. Quedé solo, hasta que me trasladé a donde resido hoy.
Mi padre, haciendo honor a su acendrado catolicismo,
habilitó un pequeño local para un
Oratorio, donde lucieron muy bellas y artísticas imágenes. Tenía forma
rectangular, de seis metros de largo por cuatro de ancho, el frente lo ocupaba un retablo blanco de madera,
adornado de filigranas doradas, con una hornacina en la parte superior, que
ocupaba la imagen del Sagrado Corazón y otra inferior con un antiquísimo Misterio. En las hornacinas
laterales incrustadas en la pared, figuraban
la Virgen del Rosario y el Señor San José, y en una mesita de madera alta y delgada, Jesús Nazareno con la
Cruz a Cuestas. Y finalmente un antiguo Crucifijo que pendía de una de las
paredes del frente. En medio de la Capilla había un reclinatorio. Algunas de
estas imágenes venían de generación en
generación, y otras fueron esculpidas allá por el año de 1928, por los insignes
artistas de la imaginería, los recordados escultores Solís, Dubois, Corleto y
Acuña. Estas obras de arte constituyen un
Patrimonio de la Familia. El oratorio fue un Santuario sublime, de
inspiración y retiro, con aroma a incienso, que infundía respeto y temor a Dios
y donde se reunía la familia a orar en
aquel apacible recinto.
La casa del Callejón de Corona
Nací en la ciudad de Guatemala un 17 de octubre cuando
corría el año 1920, y gobernaba el país el Partido Unionista, que llevó a la
presidencia de la república, al acaudalado agricultor don Carlos Herrera,
después del derrocamiento de la dictadura de los 22 años de don Manuel Estrada
Cabrera. Mis padres don Federico O. Salazar, abogado y notario y doña Judith
Valdés Corzo, realizaron su enlace matrimonial, el 2 de mayo de 1914, durante
una inolvidable ceremonia religiosa que se verificó en la Iglesia de La Concepción, ubicada en la
séptima avenida norte y quinta calle oriente, muy cerca de donde se encuentra
el Palacio Nacional, que fue construido muchos años después, e inaugurado en
1943. La ceremonia fue oficiada por el ilustre Monseñor Mateo D. Perrone, y
amenizada por una orquesta dirigida por el querido Maestro don Emilio Arturo
Paniagua, que interpretó música sacra de los celebres compositores Chopin,
Haydn, Shubert y Mozart. El espacioso Templo fue insuficiente para dar cabida a
la numerosa concurrencia de familiares y amistades de los contrayentes,
principalmente de jueces y magistrados, y colegas de mi padre. Se conservan
alusivas fotografías de aquel memorable acontecimiento.
Como era costumbre en los hogares de aquel entonces,
constituimos una familia numerosa de siete hermanas y hermanos: Marta, Elena,
Carlota, Federico, Judith, Jorge y Roberto. Crecimos en un ambiente de calor
hogareño, jovial y apacible, aunque con la severidad del carácter de nuestro
padre, de quien sí bien es cierto jamás recibimos un golpe físico, pero sí su
voz firme y admonitoria. Pero hubo
siempre una dulce compensación, el cariño inmenso, afable y comprensivo de la mamá.
Algunos vecinos decían que éramos una familia acomodada, pero no era verdad. Todos
nacimos en la misma casa, ubicada en el Callejón de Corona, marcada con el
número cinco, pequeña cuadra de cien metros lineales, situada entre la primera y segunda calle oriente, y la novena y
décima avenida norte, muy cerca del parque Isabel la Católica, del ilustre
botánico don Mariano Pacheco Herrarte.
Vienen a mi memoria los trágicos acontecimientos
políticos, acaecidos en Guatemala el año en que vine al mundo, y que me fueron
relatados por mi padre muchos años después. La casa del Callejón de Corona, fue
un testigo mudo de aquella época convulsionada. Mi padre ya era abogado y
notario graduado en 1911 a la edad de 23 años, y formaba parte de los grupos de
profesionales, que impulsaron la fundación del Partido Unionista, con motivo
-aparentemente- de la celebración del primer centenario de la Independencia,
pero la finalidad era otra: el derrocamiento de Estrada Cabrera.
La casa grande - como le decíamos - fue una hermosa
residencia, que mi padre compró en 1917 a una familia de nacionalidad inglesa,
de apellido Borman, poco antes de los
terremotos de finales de ese año y principios de 1918. La finca tenía dos mil
quinientas varas cuadradas, y la casa que más bien era un chalet, era bonita y
confortable, estaba construida de madera de California de color verde, que
hacía juego con su diseño, también de estilo californiano. Espaciosos jardines
de nutrida vegetación y de árboles frondosos, se extendían hacia el frente y hacia los lados. A pesar
de no haber sufrido mayores daños por los terremotos, se dispuso poco tiempo
después, sustituirla por una construcción de cemento mixto de dos pisos. En la
entrada había un corredor y la sala con vista al jardín del frente, y la
Capilla con las lindas imágenes ya descritas
anteriormente. También en el primer piso estaba el comedor, que
comunicaba con el garaje, un 'hall',
cocina, "pantry", baños y dormitorios del servicio. Las áreas verdes fueron remodeladas.
La biblioteca y el escritorio de mi padre estaban en
el segundo piso y el dormitorio de él y el mío. En un corredor yo también tenía
"mi escritorio", precisamente en la entrada a mi dormitorio. Recuerdo
muy bien que sobre el tapiz de una de las paredes, coloqué una fotografía
grande en blanco y negro incrustada en un medallón dorado, de mi novia de ese
entonces, Colomba Mendieta, hija del ilustre unionista nicaragüense, mi
recordado maestro y amigo doctor don Salvador Mendieta. A ellos me referiré en
su momento.
En las
afueras de "mi oficina",
lucían unos alegres sillones de mimbre, un canapé y otros muebles
informales, y en una mesita esquinera tenía un radio receptor RCA Víctor. Ahí
me deleitaba los días sábados, en que pasaba una tarde interesante y atractiva,
escuchando la temporada de la ópera desde el majestuoso Metropolitan Opera
House de Nueva York, que comprendía los meses de abril a septiembre, y que
transmitía con toda nitidez, La Voz de los Estados Unidos de América. Me
llenaba de grande emoción, escuchar las voces de los mejores cantantes de ópera
del mundo, tenores, sopranos, barítonos, interpretando Carmen, Rigoleto, La
Traviata, Aída, El Barbero de Sevilla, Otello, Guillermo Tell, Madame Butterfly...
y todos esos poemas dramáticos
musicalizados, de profunda belleza y excelsitud. Por supuesto que disponía de
un libro voluminoso, ilustrado y a colores, donde seguía religiosamente, como
si fuera un Devocionario, el desarrollo de tan inolvidables conciertos. La
narración estaba a cargo del gran locutor Yopis de Olivares, que con Alfred
Barret, fueron las voces conocidas de los noticieros de la segunda guerra
mundial.
Pero volvamos a los acontecimientos históricos.
Finalizaba el mes de diciembre de 1919, cuando fue
suscrito el histórico documento conocido como 'La Carta de los tres dobleces',
que dio paso a la fundación del Partido Unionista, que aglutinaba a los
sectores de todas las clases sociales, profesionales, intelectuales,
estudiantes y obreros. Las valientes y patrióticas conferencias del Ilustre
Monseñor José Piñol y Batres en el Templo de San Francisco, que habían
despertado al pueblo de la pesadilla que había vivido durante 22 años de tiranía,
y meses después, la multitudinaria manifestación del 11 de marzo de 1920,
fueron los elementos claves que encendieron la mecha del polvorín que se
avecinaba.
En la casa del Callejón de Corona mi padre se reunía
con amigos y correligionarios del Movimiento Unionista, para ver qué acciones
debían seguirse, ante la gravedad de los acontecimientos y la actitud hostil y
arrogante del presidente de aferrarse a sangre y fuego en el poder, como un
desafío a las protestas populares que exigían su renuncia. La ciudad estaba
convertida en un verdadero caos, los cañones del ejército que estaban
emplazados en La Palma, donde se encontraba la residencia del dictador,
bombardeaban sin cesar la capital, causando angustia, pánico y dolor a la
ciudadanía. Por eso la historia denomina como 'la semana trágica" a esos
infortunados días de la vida nacional.
Dos acontecimientos que se sucedieron en un lapso de
pocos días, fueron el fin de la tiranía, y la caída estrepitosa de don Manuel Estrada Cabrera. El Decreto de
interdicción promulgado por la Asamblea Nacional Legislativa, el 8 de abril, al
declarar que Estrada Cabrera, estaba imposibilitado para continuar en el
ejercicio de la presidencia de la república, por padecer de perturbaciones mentales. Y la intervención del Cuerpo
Diplomático acreditado en el país, que se constituyó como garante, para que se
respetara la vida y los bienes materiales del Presidente y su familia, lo cual
fue aceptado por la oposición política. El 15 de abril de 1920, Estrada Cabrera
se vio obligado a renunciar de su alto cargo, siendo conducido a la
Academia Militar en calidad de
prisionero. Ahí se iniciaron las diligencias judiciales, y siendo mi padre Juez
sexto de primera instancia, a eso de las once de la mañana, se presentó a la
Academia Militar, para proceder al indagatorio del Presidente derrocado.
Cuando fueron expropiados los bienes de La Iglesia
Católica, después del triunfo de la Revolución Liberal de 1871, el Convento de
la Iglesia de la Recolección se destinó para instalar la Academia Militar, que
fue la sede de la Escuela Politécnica, fundada
en l873. A raíz del atentado de los cadetes el lunes de Pascua 20 de
abril de 1908, en el que Estrada Cabrera fue herido levemente en una mano por
el cadete Víctor Vega, quedó clausurada la Escuela Politécnica, pero antes, se
ordenó el fusilamiento del capitán Emilio R. Maldonado que comandaba a los
cadetes cuando ocurrió el atentado en el Palacio del Gobierno, en ocasión en
que presentaba sus cartas credenciales, el Ministro Americano. Enseguida se
procedió a diezmar a la Compañía de Cadetes. Las descargas de artillería de los
pelotones de fusilamiento, se escuchaban sin cesar todas las noches durante la
trágica semana del atentado. Años después la Escuela Politécnica fue reabierta
con el nombre de Academia Militar, en las instalaciones de la avenida La
Reforma, donde permaneció por muchos años, recuperando su nombre original.
Pues bien, en un local frío, estrecho y sombrío se
encontraba don Manuel aquella mañana, revolviendo un montón de papeles que tenía
en desorden, sobre la mesa de centro de un amueblado de sala, con los
sillones con forro de raso desteñidos y en mal estado. Su estado físico era
deplorable, demacrado y enflaquecido, con los ojos desorbitados y la mirada
perdida, un nervioso temblor invadía sus manos y una tensión física y
espiritual dominaba su cuerpo. Su
voz incoherente era mas bien un
balbuceo, al responder las preguntas del Juez, que el Secretario anotaba en su
libreta. Enseguida tuvo lugar la
siguiente escena:
"Señor Licenciado - le dijo mi padre - estoy aquí
en mi carácter de Juez de Primera Instancia para practicar una diligencia
judicial, y le ruego se sirva contestar las preguntas que le haré".
"Estoy a sus órdenes, señor Juez, sírvase hacer las preguntas que
desee" - fue la respuesta del indagado -. A continuación se procedió de
acuerdo con lo usual en estos casos. El contenido de la indagatoria no lo
supimos, por eso no lo trasladamos a
los lectores, pero es evidente que la diligencia consistió en preguntas y
respuestas cajoneras. Lo cierto es que el interrogatorio duró alrededor de media hora y mi padre y su
secretario se retiraron, dejando atrás a un hombre amargado, abatido, frustrado
por el infortunio, que otrora fue el todo poderoso, soberbio, arrogante y cruel que tuvo en sus puños sometido a su
voluntad, a todo un pueblo, ansioso de libertad y progreso. En la puerta había
una escolta que custodiaba al prisionero, con
un oficial y una docena de soldados, descalzos, de mal talante, y con
los uniformes raídos, como vestía el Ejército en aquel tiempo.
El suicidio de Paquito.
Corría el año 1917. Estrada Cabrera disfrutaba en
aquellos días de su gran señorío, con esplendor y ostentación. El servilismo había
llegado a extremos increíbles, proclamándolo "preclaro estadista, amigo de
la juventud estudiosa, defensor de los artesanos", y un sinfín de cosas
ridículas y mentirosas que no provenían del pueblo, sino de grupos serviles
manipulados por el oficialismo, que no descartaban oportunidad de avivar el
fuego con el incienso de la adulación. Además, las fiestas de Minerva conocidas
como "minervalias" estaban en su pleno apogeo en el mes de noviembre
en celebración de su cumpleaños. A pesar pues, de que el destino le sonreía en
esos años felices para él y sus camarillas de servidores, un grave
acontecimiento que ocurrió cuando corría ese año, turbó de pronto la
tranquilidad y felicidad del gobernante. !El suicidio de Paquito!. ¿Quién era
Paquito? Francisco Estrada Cabrera, fue
el hijo menor de don Manuel, el delfín, el preferido, el consentido, el único
que vivía con él en la Casa Presidencial y lo acompañaba cuando salía de paseo.
En efecto, cuando el atentado de La Bomba, años antes, el 29 de abril de 1907,
en la séptima avenida sur, el niño que tenía doce años de edad acompañaba a su
padre. Y los dos conjuntamente con el cochero y los oficiales de la plana mayor
presidencial, fueron lanzados por los aires hasta caer al suelo envueltos en
humo, piedras, polvo y los restos del carruaje, por el potente estallido de la
carga de dinamita, colocada justamente a media calle donde pasaría el cortejo
presidencial, pero por un error de cálculo del cochero no se logró el objetivo que se perseguía: el asesinato
del Presidente.
Se salvaron por pura suerte de morir destrozados, no
así el cochero que en honor a la verdad pasó a mejor vida, ya que estaba
involucrado en el complot para asesinar al gobernante. De todas maneras hubiera
muerto después de ser cruelmente torturado.
Es una
noche fresca y tranquila de mediados del año de 1917, cuando varios individuos
golpearon con insistencia el tocador de una casa del Callejón de la
Recolección. Preguntaban por el juez de parte del señor presidente, quien
requería su inmediata presencia en la casa presidencial. Huelga decir que tanto
el juez (que no era otro mas que el licenciado O. Salazar) y la mujer joven y
atractiva que los atendió, su hermana Lolita, sufrieron un tremendo susto por
el apremiante llamado del Presidente en
altas horas de la noche. Y de paso que mi padre estaba padeciendo en esos días
de aquellas gripes, que lo obligaban a recluirse en sus habitaciones y guardar
obligada cama. Insistieron para que los emisarios del gobernante les informaran
el motivo de la citación, pero solamente repetían que obedecían a órdenes
superiores. Por fin se pusieron en marcha
y el trayecto a recorrer que era
corto (pues la Casa Presidencial se encontraba en lo que hoy es el parque
Centenario) al Juez se le hizo muy largo, invadido de un montón de
presentimientos. Una citación de Estrada Cabrera, sobretodo en la forma
intempestiva en que se le hizo, cuando menos producía escalofríos o un temblor
de cuerpo al más valiente de los mortales.
Pero su
sorpresa fue grande y sus presagios de mal augurio se desvanecieron al llegar a
la residencia presidencial, porque de inmediato lo introdujeron a la recámara
del hijo del Presidente, que estaba en el segundo piso de la lujosa mansión,
donde se encontraba don Manuel con un grupo de médicos. Al notar su presencia,
el Presidente se dirigió a los médicos que habían sido llamados de urgencia,
posiblemente los doctores, Robles, Sosa, Wunderlich, Santacruz, Ramiro Gálvez,
que eran los profesionales de la medicina más prominentes de esa época y les
dijo: "Señores, sírvanse abandonar el dormitorio de mi hijo, ya no es
necesaria su presencia, desgraciadamente mi querido hijo Paquito ya falleció,
el señor Juez procederá a levantar el acta de rigor". Los pormenores de la
diligencia no se revelaron, (por aquello del sumario), pero pocos días después
salieron a luz los detalles que motivaron el infortunado suceso. El Presidente
quedó solo, de pie, al lado de la cama de Paquito, sumido en agobiante y
profunda meditación. Vestía traje
negro, abrigo también negro, botines de charol negros, sombrero negro y bufanda
blanca de seda.
¿Por qué se suicidó Paquito?...¿Cuáles fueron los
motivos para privarse de la existencia?...¿Por qué razón se mató el hijo del
Presidente?...Estas y otras fueron las interrogantes que se hacía la opinión
pública, al conocer la infausta noticia. Resulta que en la noche del trágico
deceso, durante la cena en el comedor, el Presidente - muy conocido por su
avaricia - reprendió con severidad a su hijo, por los gastos excesivos que
estaba haciendo al comprar valiosas joyas para obsequiar a sus amigas. Y es que
esa tarde el Almacén La Perla le hizo un cobro por varios miles de pesos gastados
en anillos, pulseras, relojes
y otras joyas de fina calidad y le advirtió a su hijo, que era la última
vez que cancelaría cuentas suyas de La Perla. Paquito, visiblemente
contrariado, se levantó de la mesa y se dirigió a sus habitaciones, pero a
escasos minutos se escuchó un disparo de revólver. El Presidente y sus
oficiales de la Plana Mayor sumamente alarmados, subieron al dormitorio,
hallando su cuerpo tendido en la cama, bañado en sangre pero aún con vida. Se
llamó con urgencia a los médicos, pero cuando llegaron el joven ya había
expirado. Hubo una lluvia de comentarios y especulaciones alrededor de su
muerte, sin embargo, es evidente que su intención no era consumar el suicidio,
sino impresionar a su padre por la reprimenda recibida de él. Si asumimos que
así fue, entonces el destino le jugó una mala pasada y como decía mucha gente del
pueblo, "se le fue la mano". Y esta suposición es muy factible ya que
era un joven apuesto, de 19 años, de regular estatura, tez morena y ojos
negros, simpático y afable. Y además, era hijo del Presidente. El cadáver tenía
un impacto de bala en la sien derecha con orificio de salida.
Pocos
años después, el 24 de septiembre de 1923, a los 65 años, Estrada Cabrera murió
en una cárcel domiciliaria, abandonado, enfermo y resentido. Fue enterrado en
el cementerio de Quetzaltenango, su ciudad natal, en un mausoleo que reproduce
con fidelidad el Templo de Minerva con su característica línea Jónica, el cual
ha permanecido desde aquel entonces en total abandono.
Como
siempre ha ocurrido cuando cae un gobierno impopular, las turbas irrumpieron en
La Palma, en actos de saqueo, pillaje y vandalismo. Pero un señor conocido de
mi padre, no mostró ningún interés de
apropiarse de objetos valiosos, sino que fue muy resuelto y directamente a
revolver los archivos secretos que eran un verdadero arsenal de documentos. En
las "listas negras" encontró cientos de nombres de personas
honorables de toda condición social, que figuraban como desafectos al régimen,
o simplemente que no eran de la confianza del Señor Presidente. Le hizo entrega a mi padre de un papel (que hasta la fecha obra en mi poder),
donde el nombre de él aparecía en aquellos temibles listados.
La Administración Pública
Intentaré a continuación hacer un enfoque de la
configuración administrativa, que prevaleció en los gobiernos liberales y
conservadores, surgidos después de la Independencia. Talvez cometo alguna
inexactitud, pero creo que será asunto de poca monta. Hay que recordar que en
las diferentes constituciones políticas que han regido la vida nacional desde
1821, ha quedado establecido que Guatemala es un Estado libre, independiente y
soberano, organizado para garantizar a sus habitantes, el goce de sus derechos
y libertades. Su sistema de gobierno es republicano, democrático y
representativo. También figura el principio de que la soberanía radica en el
pueblo quien la delega, para su ejercicio, en los organismos Legislativo,
Ejecutivo y Judicial. Un ligero vistazo a las diferentes administraciones
públicas que han gobernado a nuestro país, revela lamentablemente, que ningún
gobierno ha respetado la Carta Magna, de suerte que los hermosos textos
contenidos en ella, se han quedado en letra muerta. Jamás la soberanía ha
radicado en el pueblo. Las asambleas o congresos, se han integrado por
diputados incondicionales a los gobiernos de turno, o a los partidos oficiales,
sin que representen los genuinos intereses de la población. En este sentido,
para seleccionar a los denominados "Padres de la Patria" se ha
aplicado la conocida política "del dedo índice".
En los gobiernos liberales después de 1821, el
gabinete ministerial del presidente de la república, estaba formado por
ministros de estado. Su número y
denominación se mantuvo invariable, hasta el gobierno del general Jorge Ubico
que cambió el nombre por secretarías de estado, manteniendo el mismo número de
ministros. Eran ocho ministerios denominados así: relaciones exteriores,
ministerio de la guerra, gobernación y justicia, hacienda y crédito público,
fomento, instrucción pública,
agricultura y sanidad pública. En el gobierno del general Carrera, el
ministerio de gobernación y justicia tenía el agregado de "negocios
eclesiásticos", porque no había separación entre los poderes de la Iglesia
y el Estado, lo que sí ocurrió en la reforma liberal de 1871.
En lo que respecta al vicepresidente de
la república, ese cargo si existió en algunos gobiernos conservadores, pero
según el licenciado Clemente Marroquín Rojas, el general Carrera tuvo
vicepresidente, pero éste se dio a la tarea de conspirar contra él para
derrocarlo. Carrera lo mandó a fusilar. Desde ese entonces ese cargo quedó
suprimido por oneroso, innecesario y burocrático, hasta que fue otra vez
instituido, inexplicablemente, en la constitución de 1965. Es decir, que
durante más de cien años los gobiernos no se dieron el lujo de contar con un
lujoso vicepresidente, que solo sirve para el derroche de los caudales públicos
que tanta falta hacen, para afrontar las ingentes necesidades del país.
La duración del período presidencial se mantuvo de
seis años, tanto en los gobiernos conservadores como en los liberales. Sin
embargo, en los regímenes totalitarios se hizo caso omiso de ese precepto
constitucional, el cual se ampliaba a un período más, cada vez que se acercaba
el final de su mandato. El general Carrera optó por una solución más práctica y
menos complicada: la Asamblea Nacional Legislativa por decreto, lo declaró
"Presidente vitalicio". En la constitución de 1965 se redujo el
período presidencial a cuatro años, pero nuevamente se cambió en 1985 y se fijó en cinco años. Y por fin en
la consulta popular de 1994, que introdujo reformas a la Constitución, se
dispuso que el período presidencial volviera a cuatro años, como es
actualmente. Como dato curioso cabe citar, que sólo dos gobernantes terminaron
el período presidencial cuando éste era de seis años: el General Manuel
Lisandro Barillas (1887 - 1892) y el doctor Juan José Arévalo (1945 - 1951).
Los demás fueron interrumpidos por cuartelazos, golpes de estado, asesinatos o
por circunstancias políticas.
Como no existía el cargo de vicepresidente, para
sustituir al presidente, la asamblea elegía anualmente en su sesión del primero
de marzo, por un período de un año, a tres designados a la presidencia, que no
gozaban de preeminencia o salario alguno. Se les llamaba cuando las
circunstancias lo exigían.
En la
organización administrativa anterior a 1945, solo existían estas direcciones
generales: dirección general de la policía nacional, de comunicaciones, de
caminos, de obras públicas, de sanidad pública y de agricultura.
La potestad de legislar le correspondía a la Asamblea
Nacional Legislativa, que estaba integrada por el número de diputados de
acuerdo con los censos de población. Eran electos por un período de seis años
acorde con el período presidencial y, por supuesto, la mayoría de
representantes eran reelectos siempre y cuando mantuvieran su lealtad al
Presidente. La justicia correspondía
impartirla al Poder Judicial, que lo conformaba la Corte Suprema de Justicia,
integrada por cinco magistrados incluyendo al Presidente. La Corte de
Apelaciones la formaban cinco salas,
tres en la capital y dos departamentales: la Sala Cuarta en Jalapa y la
Sala Quinta en Quetzaltenango. Seguían los juzgados de primera instancia que en
la capital no pasaban de seis y en las cabeceras de uno. Los juzgados de paz
eran más numerosos y podía ejercerlo cualquier persona, generalmente obreros o
artesanos, sin que fuera requisito alguno tener capacidad para desempeñarlo.
El gobierno de los departamentos de la República,
estaba a cargo de los jefes políticos, que también tenían las atribuciones de
comandantes de armas e intendentes de hacienda, nombrados por el Jefe del Poder
Ejecutivo. Para desempeñar una jefatura política se requería ser militar en activo y tener el grado de
general. Los civiles se asimilaban a grados militares. En lo que respecta a los
gobiernos municipales, estos estaban ejercidos por corporaciones, integradas
por intendentes municipales y por síndicos y concejales. Los intendentes se
nombraban por acuerdo gubernativo y duraban también seis años en el ejercicio
de sus cargos.
La
Universidad de San Carlos de Guatemala funcionaba como una institución
dependiente del Estado, y se denominaba Universidad Nacional, desde los días de
la independencia. Estaba constituida por cinco facultades: Derecho, Medicina,
Farmacia, Ingeniería y Odontología. Tanto el
Rector universitario como los decanos facultativos, se nombraban por acuerdo
presidencial.
Por otra parte, cabe mencionar que el presupuesto general de gastos de la Nación ascendía a diez millones de
quetzales anualmente y se mantenía invariable en todos los ejercicios fiscales.
El Presidente de la República devengaba un sueldo mensual que no subía de siete
mil quetzales. Los presidentes de los otros poderes y los ministros, ganaban
quinientos quetzales. Los magistrados de la Corte Suprema de Justicia
devengaban doscientos cuarenta y cinco quetzales, los de las salas de
apelaciones ciento setenta y cinco y los diputados ciento veinticinco. El sueldo de los jueces de primera
instancia no pasaba de setenta y cinco quetzales. Un maestro ganaba dieciocho quetzales. Pero a pesar de
los salarios tan exiguos, no se conocía la extrema pobreza como ocurre
actualmente. La vida era barata: una libra de azúcar o de maíz, por ejemplo,
costaba cuatro centavos, la libra de frijol ocho centavos, el pasaje del bus
urbano, cinco centavos y por 25 centavos se viajaba a la Antigua, Villa Nueva o
Amatitlán.
Los
gastos de representación y los viáticos no existían, porque ni el presidente,
ni los ministros, ni los diputados, mucho menos funcionarios o empleados de
menor jerarquía, viajaban al exterior.
La
escasa obra material que se realizaba, -a excepción de la administración de
Ubico, que le dio relativo impulso -, así como los gastos operativos del
gobierno, estaban supeditados al presupuesto general de ingresos y egresos de
la nación, siendo su única fuente de entradas el impuesto del tres por millar,
los impuestos de ornato y vialidad y alguno otro más. De suerte que tampoco
había deuda externa o interna porque no habían empréstitos ni internos ni
externos.
En lo que respecta a las manifestaciones artísticas o
culturales, la formación de profesionales de la música estaba a cargo del
Conservatorio Nacional de Música y Declamación. Las fiestas hogareñas, allá en
los años 20, las amenizaban las marimbas o las estudiantinas, que las formaban
jóvenes de ambos sexos con instrumentos de viento y de cuerda. No había hogar
donde no se engalanara la sala con un piano de cola o vertical, donde las señoritas
de la casa recibían clases de piano y
también de solfeo y canto. Tampoco faltaban en las casas de la gente rica y aún
en los hogares de la clase media, una "pianola" y una victrola o
fonógrafo que reproducían en discos de 78 revoluciones, los más sonados éxitos
musicales de aquel entonces, entre ellos, Adolorido, Besos y Cerezas, Chata
Malora, Mujer sin corazón, Pajarillo Barranqueño, o Negra Consentida, La negra
noche o Dónde estás corazón, o bien La Paloma o Cielito Lindo y Bellas
Ilusiones.
Nuestro hermoso instrumento musical
"La Marimba", declarado Símbolo Patrio por el gobierno de Arzú,
parece que estuviera dentro de las especies en extinción, porque al correr de
los años en las fiestas familiares se ha ido sustituyendo, primero por los
mariachis, imitación de los grupos mexicanos, luego por los conjuntos
juveniles, y finalmente por las estridentes máquinas estereofónicas. Esto desde
luego resulta mas practico y más barato que la Marimba. En ese sentido los
marimbistas, han tenido bastante culpa. El repertorio de su música permanece
estancado, sus ejecuciones se limitan a obras musicales de hace medio siglo, y
las nuevas generaciones buscan la música moderna, contemporánea, que les
inyecta mas alegría y diversión.
En la época a que me refiero, los actos o ceremonias oficiales estaban
amenizados por la orquesta sinfónica, que durante el gobierno del general Ubico
adoptó el nombre de Orquesta Progresista. En festividades populares las bandas
de música de los cuarteles, se encargaban de poner las notas alegres en el
kiosco del parque central, o en otros lugares públicos.
El Presidente Herrera:
¿Equivocación histórica o error
político?
El 8 de
abril de 1920, la Asamblea Nacional Legislativa emitió un Acuerdo histórico, al
designar al ciudadano don Carlos Herrera como Presidente Constitucional de la
República de Guatemala. Las expresiones eufóricas de júbilo se manifestaron
vivamente en la población, que ansiaba con vehemencia un cambio radical en todos
los órdenes de la vida nacional, después de 22 años de una tiranía oprobiosa y
cruel. Entre las ruidosas manifestaciones y la algarabía popular y los
encendidos discursos, algunos grupos quisieron aprovecharse de esos momentos
eufóricos, para cometer venganzas
personales, incluso de linchamientos, con el fin de hacer justicia por mano
propia contra personas que habían servido al régimen derrocado. Estos
lamentables incidentes surgieron principalmente en el Parque Central, enfrente
del Colegio de Infantes, pero la intervención de las autoridades, impidieron
las escenas violentas que amenazaban con correr sangre, en algunos casos por
rencillas personales. Pero después de la amenazante tempestad, volvió la calma, la serenidad, y la fiesta
se prolongó por muchas semanas.
Al
quedar integrado el Consejo de Ministros el nuevo gobierno comenzó a
consolidarse, seleccionando a los principales funcionarios, entre personas de
reconocida honorabilidad, capacidad y patriotismo. Es digno de mención que para
el Ministerio de la Guerra, el Presidente Herrera designó a un ciudadano civil,
al agricultor don Emilio Escamilla. Para el Ministerio de Gobernación y
Justicia se nombró al jurista don Mariano Zeceña, y para la subsecretaría al
licenciado O. Salazar, asumiendo el Despacho poco tiempo después en el mes de septiembre, por ausencia del Titular.
El Ministerio de Instrucción Pública fue ocupado por el brillante periodista y
licenciado Eduardo Aguirre Velásquez. No quiero referirme a las bondades o
desaciertos del gobierno conservador de don Carlos Herrera, eso quedó en manos
de nuestros historiadores. Pero si es justo a todas luces y hay que decirlo sin
preámbulos, que el gobierno de Herrera fue una apertura democrática para
Guatemala y un respiro de libertad para el pueblo. Atrás habían quedado los
días de represión y persecución política, de exilio, cárcel y asesinatos. Las
voces de protesta patriótica de centenares de valientes ciudadanos, habían sido
ahogadas en ríos de sangre. Quedaba en las páginas de la historia, un sistema
político de gobierno contrario al progreso del país y al bienestar de sus
habitantes.
Pero habían pasado muy pocos meses de la toma de
posesión de Herrera, cuando los grupos de la oposición a su gobierno, o sea los
desplazados del Partido Liberal, salieron de sus madrigueras y le declararon
una despiadada guerra sin cuartel, pues al caer Estrada Cabrera, no se
durmieron en las cenizas de la derrota,
sino al contrario, se mantuvieron muy despiertos atisbando la oportunidad para
recuperar el poder, como así ocurrió finalmente.
Los
cronistas de la época, coincidieron en que don Carlos Herrera, no era la
persona adecuada para enfrentarse a los momentos cruciales en que se jugaba el
futuro de la Nación, que demandaba urgentes reformas sociales, políticas,
económicas y culturales. Los problemas que en todo sentido agobiaban a
Guatemala, exigían en aquel momento un líder de carácter firme y enérgico, con
principio de autoridad y don de mando, para salvar a la Nación de la profunda
crisis institucional en que se debatía. La controversial figura de Herrera es
posible definirla entonces, como un hombre sencillo, dotado de excelentes
cualidades personales, honorabilidad, ideales democráticos, vasta ilustración,
acendrado patriotismo, de indiscutible sensibilidad social. Pero su carácter
era débil, tímido y falto de resoluciones. Este carácter de don Carlos, influyó
decisivamente en asuntos de Estado de carácter trascendental, cuando se
requerían acciones políticas con prontitud y determinación. Al designarlo la
Asamblea Nacional Legislativa como Presidente de la República, en consonancia
con el clamor popular, cabe preguntarse entonces ¿No se cometió una
equivocación histórica o un tremendo error político? Porque al haberse
interrumpido a los once meses su mandato constitucional de seis años, por un
salvaje cuartelazo, cortó de tajo el destino de la Nación, cuando el gobierno
se encontraba empeñado en la búsqueda de nuevos derroteros de progreso y
bienestar para sus habitantes. Las consecuencias fatídicas que se derivaron de
ese hecho tan abominable, nos condujeron años después a otra tiranía tan feroz
y sangrienta como la de Estrada Cabrera: la de Jorge Ubico. Pero Dios así lo
dispuso y el destino de los pueblos está escrito con letras de molde en las
páginas de la historia.
Un
impresionante momento de la vida política de aquella época, que recoge aspectos
trascendentes que ocurrían en esos días, se registró una noche fría del mes de
noviembre del año 1920. Dos personas conversan animadamente de sobremesa, en el
espléndido comedor de la Casa Presidencial. Vajilla de plata, vasos y
copas de cristalería europea, paredes
tapizadas, lujosas cortinas de brocado, lámparas de araña, pisos cubiertos con
alfombras persas, y cuadros grandes con reproducciones de geniales pintores,
talvez "La Escuela de Atenas", de Rafael, o "Las bodas de
Caná", de Veronés, que se encuentran pendiendo de las paredes de la
hermosa sala. Luce un amueblado Luis XV
y algunas estatuas de famosos escultores.
Complementan el recinto un juego de tremoles de vidrios finamente biselados con sus marcos dorados. En el comedor
resplandece "La última Cena" del gran Leonardo De Vinci. Una arcada nos separa de la sala y otra del
Despacho del Presidente, en cuya puerta de acceso, a mano derecha, hay un
Crucifijo de plata sobre una mesita donde arde una veladora. Se percibe
elegancia y buen gusto, pero con sobriedad. Oficiales de la Plana Mayor
Presidencial, camareros y ujieres, discretamente ocultos.
Uno de los
interlocutores, el que parece de más jerarquía, frisa en los 58 años, es alto,
de atrayente personalidad, finos modales, elegantemente vestido de oscuro, de
casimir inglés. El otro, bastante más joven, talvez de 27 años, también de
estatura alta, vistoso traje oscuro y de personalidad un poco tímida. El
primero de nuestros personajes es el Presidente de la República don Carlos
Herrera. El otro es el Ministro de Gobernación y Justicia, licenciado Federico
O. Salazar. "Le confieso don Federico, que ya me está cansando ser
Presidente de la República. No recuerdo quien dijo, muy acertadamente, talvez
Lincoln, que mientras el pueblo disfruta de la democracia, el Presidente la
sufre". Con estas palabras matizadas de pesadumbre, inició la conversación
el presidente Herrera, a los pocos meses de haber asumido el poder, a lo que el
ministro acotó: "Disculpe don Carlos, pero en ese sentido hay que aclarar
que el pueblo está identificado con usted, el pueblo lo quiere, la opinión
pública lo respalda. Son nuestros adversarios políticos los que mantienen
agitado el ambiente". "Es
razonable lo que usted expresa, mi querido Ministro, - respondió don Carlos- y
sin vacilaciones añadió resueltamente: "Para los militares no soy el santo
de su devoción y no olvide que ellos tienen en sus manos las bayonetas y los
cañones, listos para derrumbarme". El ministro arremetió así:
"Comparto su opinión señor Presidente; ellos están molestos por el
nombramiento de Milo Escamilla como Ministro de la Guerra, que lo interpretan
como un desafío para el ejército, y no se hacen a la idea de que un civil los
ponga firmes. Además ya lo hemos comentado en el Consejo de Ministros, ese
nombramiento tiene por objeto profesionalizar a los militares porque son muy
ignorantes, pero eso no lo entienden así, y entonces personalmente comparto su
opinión". Con un ligero movimiento de cabeza, el Presidente asintió
complacido el señalamiento del ministro y con gesto optimista comentó:
"Sabe don Federico, lo que sí me llena de satisfacción, es que los estudiantes
y nuestros intelectuales están contentos. Acaban de fundar una asociación que
se llama "La generación del 20", y también han instituido la
"Huelga de Dolores" que en los días de la Cuaresma estuvo en gran
efervescencia. Es cierto que en el 98, a las pocas semanas de asumir el poder
Estrada Cabrera, se hizo un intento estudiantil de promover la huelga, pero al
año siguiente las autoridades no la permitieron. Y como hemos decretado la
libertad de imprenta, publicaron un periódico que se llama "No nos tientes",
de contenido humorístico, jocoso, satírico y de punzantes críticas de las que
no me escapé. Y a usted tampoco lo olvidaron. Y el ingenio de nuestros
muchachos universitarios no se queda hasta allí: compusieron una marcha, un
canto belicoso que se llama "La Chalana", de alegre música y de letra
irónica y picante”.
Interrumpe
la charla un oficial de la Plana Mayor, que se aproxima a la mesa donde tiene
lugar el coloquio y le entrega al Presidente un fajo de papeles. Los examina
ligeramente y al marginarlos se dirige al ministro: “son para usted de varios jefes políticos que están pidiendo
uniformes y botas para la policía”.
“Acúseles recibo y ojalá se les pueda complacer”, expresó el Presidente, al tiempo de entregar al
ministro, el petitorio de los funcionarios departamentales.
“Y vea Señor Presidente, a propósito de la
"generación del 20", - subrayó el Ministro de Gobernación y Justicia,
a manera de ahondar en el tema: -“ sus
integrantes son nuestros buenos amigos,
estudiantes de las diferentes facultades, entre ellos están Miguel Angel
Asturias, David Vela, Clemente Marroquín Rojas, Barnoya, que le apodan "la
chinche", Epaminondas Quintana, Miguel Angel Balcárcel, Flavio Herrera y
otros más que se escapan de mi memoria. Pero también tenemos a un numeroso
grupo de profesionales y estudiantes muy valiosos, entre ellos, Bianchi, Guayo
Cáceres, Arturo Herbruger, Ernesto Alarcón, Rafael Arévalo, César Brañas,
Alejandro Córdova, Federico Hernández de León, y muchos más intelectuales que
son honra y gloria y el futuro de Guatemala. La mayoría son mis discípulos en
la Escuela de Derecho" - observó el ministro -."Clemente Marroquín
Rojas está trabajando en el Ministerio de oficial tercero, es un joven
inteligente, periodista combativo y polémico. En esos días de la Cuaresma no lo
vi en su oficina, porque estuvo ocupado
en los menesteres de la primera huelga de dolores" - concluyó diciendo el
Ministro -. En ese momento se acerca un camarero de uniforme blanco y llena dos
resplandecientes copas de coñac francés cuatro letras, que los interlocutores
beben pausadamente, mientras el titular
encargado de la seguridad pública, reanuda la conversación siguiendo el hilo de
la misma, y observa: "no hay que olvidar don Carlos, que en los
departamentos tenemos muy buenos amigos y colaboradores. En Chiquimula, en
Jalapa, en Zacapa, en Cobán, en Quetzaltenango, por ejemplo, está lo mas
granado de la intelectualidad. Músicos como don Jesús Castillo, autor de la
ópera Quiché Winak; Wostbelí Aguilar, los hermanos Hurtado; entre los poetas
podemos citar a Osmundo Arriola, al escritor Carlos Wild Ospina, el pintor
muralista Carlos Mérida, el eminente médico Rodolfo Robles, y una lista
interminable que son gloria y orgullo de Guatemala". El Ministro continuó:
"Es también muy plausible el respaldo que nos brinda la Sociedad central
de artesanos y auxilios mutuos y la Sociedad del seguro de vida del Gremio
Obrero". "No hay que dejar de mencionar, asimismo", - remarcó el
Presidente, volviendo a los valores nacionales - "a don Germán Alcántara
autor del hermoso vals "La Flor del Café", y la mazurca "Mi
Bella Guatemala", al maestro Ovalle autor de la música de nuestro hermoso
Himno Nacional. Por fin tenemos al maestro Mariano Valverde, que recién compuso
el vals "Noche de Luna entre Ruinas", donde refleja los trágicos
terremotos de hace tres años". Y saliéndose de la tangente, el presidente
Herrera nostálgicamente comentó: "No se imagina querido ministro que
contento me sentiría yo, si en estos momentos estuviera disfrutando de las
delicias de mi querida finca Pantaleón. A veces tengo el presentimiento que
jamás volveré a pisar esa tierra bendita de Dios". Pero sin duda con el
intento de desviar los sentimentales pensamientos del gobernante, el licenciado
Salazar volvió a la carga política y a manera de "pica en Flandes" le
expresó al mandatario: " mi respetable don Carlos, creo que hay que darle
impulso a su sueño de convertir a nuestra amada Patria, en la Suiza de
América", y don Carlos, volviendo a la realidad, como quien dice abriendo
los ojos ante las graves responsabilidades que pesaban sobre sus hombros,
afirmó: "Ya lo creo, ministro, está dentro de mis prioridades, aunque a
veces me desanimo, porque yo creo que nunca encontraré a los suizos, ni en el
más recóndito lugar de Guatemala. Le reitero con pesar -enfatizó el Presidente-
que los liberales no me dejan trabajar, andan propalando por los cuatro
vientos, una sarta de calumnias, injurias y toda clase de insidiosas falsedades
contra mi persona. Pero en fin ya veremos...!Dios dispondrá que será de nuestro
porvenir! Y a propósito de la Semana Santa, -terció el presidente - tengo
entendido que usted es cucurucho", a lo que el licenciado Salazar
respondió clarificando: "No propiamente distinguido don Carlos, no soy
cucurucho, soy cargador en el turno de honor en la salida de la procesión del
Señor de Candelaria el Jueves Santo, y créame que siento profunda devoción y
una admiración inmensa por esa consagrada Imagen, que es una de las obras
escultóricas más bellas y perfectas de la cultura religiosa del país,"
-finalizó diciendo el ministro -.
Serían
las once de la noche, cuando el Ministro del Interior abandonó la Casa Presidencial. Dos agentes de la
policía vestidos de particular lo esperaban en la puerta y lo acompañaron a prudente
distancia hasta su casa.
El cuartelazo del 5 de
diciembre.
La época
fría de diciembre había comenzado. Los preparativos para celebrar las
festividades de fin de año, ya se hacían sentir en el ambiente, un ambiente de
fiesta, alegría y colorido navideño. Las ventas navideñas ya estaban instaladas
enfrente del Sagrario, a lo largo de la octava calle oriente y al lado del
Palacio Arzobispal sobre la sexta calle y el callejón del conejo. En las
afueras de la Iglesia de San Francisco, también había mucha actividad. El
tradicional rezado de la Virgen de Concepción, saldría como todos los años,
el 8 de diciembre a las cuatro de la
tarde. La bulliciosa "serenata" se realiza en la noche de la víspera.
En las calles adyacentes al Templo, o sea la sexta avenida sur y la trece calle
oriente, se llenan de casetas donde se venden gran variedad de comidas típicas,
principalmente los tamales negros y colorados, los paches quetzaltecos, los
chuchitos, los tamalitos de maíz blanco y amarillo, los buñuelos, y toda clase
de golosinas y de bebidas calientes como el atole de elote y el
"ponche" elaborado de frutas tropicales y un chorrito de
"piquete".
En horas
de la tarde del martes 4 de diciembre comenzó a sentirse en la capital, un
ambiente extraño, inquietante, como si presagiara la proximidad de una tragedia
de mucha gravedad. Soplaba un viento
frío con menuda llovizna, proveniente del norte, mientras densos nubarrones
oscuros cubrían la capital al despuntar la noche, que corrían como ráfagas por
el cielo, ocultando por instantes a la luna en cuarto creciente. Pero la noche
pasó tranquila. La gente se retiró a sus casas temprano, quizás por los
desvelos de las noches que venían. Los rezados de la Virgen de Concepción
saldrían el 8 y 9 de las iglesias de San Francisco y la Catedral, y la
procesión de la Virgen de Guadalupe el día 12. Las alegres posadas despuntarían
el 16 de diciembre.
No bien
había amanecido el miércoles 5 de diciembre, cuando un ensordecedor ruido de
cañones y cascos de caballos, en las empedradas
calles y avenidas de la silenciosa y pequeña capital, despertó a los vecinos
antes de la hora acostumbrada. La gente, con visibles expresiones de pánico y
sorpresa, comenzó a salir a las puertas de sus casas, a inquirir noticias de lo
que estaba ocurriendo. Lo que en un principio fue un persistente rumor, al cabo
de pocas horas ya corría la noticia por los cuatro vientos: los cuarteles de
San José, Aceituno y Matamoros se habían levantado en armas, obligando al
Presidente Herrera, a renunciar de su alto cargo.
Pero
veamos lo que ocurría en la casa presidencial. Tres militares encabezados por
el general José María Ore-llana, jefe del estado mayor del ejército, habían
asumido el poder por la fuerza de las armas, formando un triunvirato militar.
La casa presidencial que estaba sitiada por las tropas, había sido invadida por
la soldadesca, que se movía nerviosamente en su interior. En el Despacho del
Presidente, se hallaba el general Orellana, su estado mayor de cinco oficiales
y el hermano del presidente, don Salvador Herrera. Los momentos dramáticos
vividos en esos instantes, me fueron relatados por el coronel Efraín Medina, en
ese entonces con el grado de teniente del ejército y que integraba el estado
mayor del general Orellana. El relato me lo hizo el coronel Medina, muchos años
después, en 1973, cuando formaba parte del cuerpo de seguridad del ex jefe de
gobierno coronel Enrique Peralta Azurdia, hospedado en la casa de mi padre en
la calzada de San Juan, cuando impulsábamos su candidatura presidencial. La
versión del coronel Medina, fue confirmada plenamente por mi señor padre, en
ese entonces como ya es sabido, ministro de Gobernación y Justicia. Veamos lo
que ocurrió.
Cuando
los protagonistas de la escena, ingresaron en forma abrupta y descomedida al
Despacho presidencial, don Carlos Herrera, se encontraba de pie, al frente de
su escritorio, aparentemente sereno, en espera de la llegada de los jefes
insurgentes, que ya le habían notificado el paso que habían dado. Don Salvador,
revólver en mano, apuntándole a la cabeza, le dijo: "lo siento mucho
Carlitos, tienes que firmar tu renuncia o te mueres, razones de estado así lo
exigen". Casi sin poder articular palabra, don Carlos, con el semblante
demudado, y con lágrimas en los ojos le dijo: "así lo haré Salvita y que
Dios te perdone por lo que haces". Tomó con la mano derecha una pluma de
oro que tenía en su escritorio, la mojó en el tintero y firmó su renuncia
irrevocable. Don Salvador Herrera
agregó: "te hago entrega de los pasajes del ferrocarril vía Puerto
Barrios, que abordarás esta misma noche a las ocho, y sacando de su cartera
unos boletos, le dijo a su hermano, aquí está también tu pasaje para que
abordes el vapor, que zarpa pasado mañana hacia el puerto de Marsella. De allí
en adelante te radicarás en París, donde será tu nueva residencia".
Pero los ministros y subsecretarios y otros altos
funcionarios del gobierno depuesto, tampoco estaban en un lecho de rosas,
tenían la soga al cuello, porque se
había desatado una verdadera cacería de brujas. A las seis y media de la mañana
un piquete de soldados, encabezados por el coronel Marcial Prem, golpeaban con
insistencia el tocador de la casa marcada con el número cinco del callejón de Corona, para capturar al
ministro de gobernación y justicia, licenciado Federico O. Salazar. En
similares circunstancias se procedía con los demás ministros. "Me siento
sumamente apenado, Federico, al cumplir esta ingrata misión, pero los
militares, tú lo sabes, tenemos que acatar las órdenes superiores", fueron
las palabras del coronel Prem, quien añadió: "para mí es doblemente
doloroso, porque se trata de mi amigo y vecino". Inmediatamente se
pusieron en marcha rumbo a la penitenciaría central.
Mi padre conocía como la palma de la mano, hasta el
último rincón de la siniestra cárcel, que había visitado en varias
oportunidades como ministro, pero ahora en circunstancias muy diferentes.
Llegaba como reo a una bartolina. Advirtió que varios ministros ya se
encontraban tras las rejas, pero en el curso de la mañana fueron llegando los
demás. Como una cruel ironía del destino, días antes del cuartelazo, había
ordenado refaccionar la sección de la cárcel donde se encontraban las
bartolinas para presos políticos, pintándolas y dotándolas de sanitarios, para
sustituir los horribles botes de hojalata donde hacían sus necesidades los
internos. Quiere decir que el viejo
adagio "de que nadie sabe para quien trabaja", en esta oportunidad sí
se cumplió a cabalidad, porque tanto él como a los otros ministros les tocó
estrenar bartolinas con inodoros en lugar de botes de hojalata.
En la
víspera de la nochebuena, el triunvirato militar dispuso ponerlos en libertad,
pero durante los días de cautiverio fueron objeto de molestias, por
disposiciones arbitrarias del coronel Jorge Ubico, que había sido nombrado
ministro de la guerra por el nuevo gobierno y quien diariamente los visitaba
con intenciones ofensivas. El más afectado fue en todo momento don Emilio
Escamilla, a quien se trataba de humillarlo sin razón alguna. Las esposas los
visitaron diariamente, llevándoles obsequios y hermosos ramos de flores. Esto
provocó un día la ira de Ubico y las visitas de las esposas, incluyendo a mi
señora madre, quedaron prohibidas.
El
semanario "Entre broma y broma", que dirigía el genial caricaturista
"Moncrayón", que comenzó a circular por la libertad de imprenta,
publicó una caricatura, donde ponía en labios de don Carlos Herrera, las
palabras del gran Emperador francés Francisco I, después de su triste derrota
que dijo: "todo se ha perdido, menos el honor". La parodia decía
"Todo se ha perdido, menos Pantaleón".
Cuando
un amigo le preguntó a don Carlos en el exilio, que por qué no había cumplido
su promesa de convertir a Guatemala en una Suiza, respondió lacónicamente:
"porque no encontré a los suizos". Don Carlos Herrera jamás volvió a
Guatemala. Murió en París en el año 1930, a los 74 años de edad.