SEGUNDA PARTE
Los años escolares. El Colegio
"La Concepción" Mi Tía: La Señorita Rebeca Valdés Corzo
El año
escolar se iniciaba en la segunda quincena del mes de mayo, que coincidía con
las primeras lluvias de la época
lluviosa. Las vacaciones escolares eran en marzo y abril. Con la llegada del invierno, la grama de los
parques y de los jardines reverdecía rápidamente, y las jacarandas, los
cipreses, los pinos y las gravileas que abundaban en la pequeña ciudad, lucían
limpios y lozanos, libres de impurezas. Los rosales, los claveles, las azucenas
y los cartuchos, propios del mes de las flores, surgían resplandecientes a la
luz del sol, aromatizando con su fragancia la atmósfera con olor a tierra
mojada. La abundante diversidad de pájaros y aves, de todas variedades y de
plumajes de diferentes colores, recreaban la vista y endulzaban el oído, con
sus gorjeos convertidos en cantos melodiosos. De mañana, el zompopo de mayo,
rastreaba la tierra húmeda de los patios de las casas y las calles, que atraía
la atención curiosa no solo de los niños sino también de los adultos. Por la
noche las luciérnagas, que iluminaban con sus relámpagos intermitentes de luz
violácea, los árboles y los arbustos de
los bosques y los campos, y los
montículos que bordeaban la "tacita de plata", como se le llamaba en
ese entonces a la provinciana capital.
No
faltaban los ronrones o pasálidos, que formaban una especie de torbellinos de
millares de insectos, atraídos por los focos de la luz eléctrica en las
esquinas de las calles y avenidas de la ciudad, pero que pronto se convertirían
en gallina ciega, devoradora de las raíces de las plantas y de los arbustos
pequeños. En los tallos fuertes y macizos de los árboles, en sus ramas y en sus
hojas, aparecían con las primeras lluvias las plagas gusaneras de toda variedad
de gusanos de cuerpos invertebrados, blandos y contráctiles, divididos en
anillos, algunos de gran utilidad industrial como el gusano de seda, cuya oruga
segrega un líquido viscoso, en forma de hilo fino y brillante, de donde se
extrae precisamente la tela de seda. En los jardines, triturando las hojas de
los árboles y las flores, los medidores,
los choconoyes, el niño dormido, y los
de gran tamaño y de color verde que hacían del pino su habitat, que con sus
púas y su ponzoña, causaban dolorosas quemaduras, pero que al fin y al cabo
eran producto de la naturaleza, y que
asimismo corrían igual suerte que los pasálidos, al transformarse lentamente
por la magia de la metamorfosis en orugas, luego en crisálidas, enseguida en
capullos y finalmente en hermosas mariposas con sus bellas alas de filetes de
colores, que volaban meses después confundidas
con los vientos de noviembre.
No
existía la contaminación del medio ambiente, porque no funcionaban fábricas que
contaminaran, ni camionetas, ni carros viejos, ni furgones, ni motocicletas que
provocaran "el smog", ni la agitación de la vida de los tiempos
actuales que fuera causa del estrés. La vida discurría en aquellos tiempos, dentro de una atmósfera sana de
profunda tranquilidad y bienestar, y si bien es cierto que no se disponía de las excelentes
comodidades y prodigios que nos brinda la ciencia y la tecnología del mundo
contemporáneo, pues sencillamente no hacía falta, porque no se conocía.
Ese año
de 1928, di mis primeros pasos escolares en el Colegio de Señoritas "La
Concepción", que a pesar de que ostentaba el nombre de señoritas, habíamos
muchos niños en párvulos. Sentí una viva emoción al conocer nuevos amigos,
compartir con ellos los estudios y las diversiones propias de nuestra edad, y
con quienes mantuve fraternales lazos de afecto, estimación y muy buenas
relaciones que se prologaron por muchos años. Mi tía, hermana de mi mamá, la señorita Rebeca Valdés Corzo, fue la
fundadora y propietaria del Colegio La Concepción que fungía como directora. El
Colegio se ubicaba en la once avenida sur y novena calle oriente, a pocos pasos
de lo que fue el Teatro Colón. No recuerdo haber visto una casa tan grande como
la que ocupaba. Un macizo portón y una puerta lateral, custodiaban la entrada,
y un zaguán ancho y largo desembocaba
en el primer patio, que al verlo me dio la impresión por su tamaño, de un
polígono o de una cancha de básquet, donde bien hubieran cabido con holgura,
cuatro viviendas de lo que es hoy la
colonia Primero de Julio. La dirección y la secretaría funcionaban pared de por
medio con el vestíbulo, es decir en la mera entrada del edificio, que por su
ubicación facilitaban las gestiones de los padres de familia en asuntos
concernientes con el establecimiento. En esa misma área rodeando el primer
patio, se hallaba el dormitorio de las alumnas internas, las aulas de grados
superiores y el comedor. Las aulas de
la sección de párvulos y tres grados de la primaria bordeaban el segundo patio.
La enfermería, el archivo, la ropería, la lavandería y los servicios de
mantenimiento, incluyendo la cocina con sus estufas de leña, complementaban las
instalaciones del Colegio, que se extendían hasta un tercer patio, que yo lo
veía de colosales dimensiones. En medio del patio había una pila donde todos
los días a las once y media de la mañana, nos bañábamos con mi primo José
Rafael, aunque más bien que bañarnos, gozábamos sumergiéndonos en el agua limpia y cristalina.
No sé el
número de alumnas inscritas en el Colegio, pero eran muchas, muchísimas alumnas
de honorables familias de la sociedad, que hacían del Colegio uno de los
establecimientos educativos de mayor prestigio de la época, por el nivel
profesional y pedagógico de maestras y maestros que formaban el personal
docente y administrativo, y por las indiscutibles virtudes de la Directora
señorita Rebeca Valdés Corzo, inclaudicable en sus principios de autoridad,
energía y disciplina que constituían una garantía para la formación educativa,
intelectual, cultural y espiritual del
alumnado, con la mirada complaciente de los padres de familia.
Trataré de recordar los nombres del mayor número de
alumnas y alumnos que seguían sus estudios en el colegio, condiscípulas de mis
hermanas, y también mías. Vienen a mi memoria las hermanas Anzueto Vielman,
Andréu Spillari, Solórzano Padilla, Lily, Olga y José Uclés, Marta, Amalia,
José y Alfredo Milla, Marta Julia, Coralia y Amauri Peña, Matilde y Julia
Rubio, Roberto y Aracely Palarea, Lotti y Bruno Berg Laparra. Otros
condiscípulos fueron José Flamenco y Cotero, Carlos Lizama, Manuel Angel Pérez,
Tono y Paco Berríos, Salvador Falla Cofiño, los hermanos Alejandro y Rolando
Ureta Laparra, Paco Rubio, y Carlos Talavera.
Asimismo recuerdo los nombres de Paquita, Tere, Alicia
y Jorge Fernández Hall, Yolanda Pérez, las hermanas Pasarelli, las hermanas
Vidaurre, María Antonieta y Cecilia Coronado Lira, Berta y María Wilken.
(María, falleció lamentablemente en el trágico incendio de la Embajada de
España en Guatemala, el 31 de enero de 1980, cuando trabajaba como Secretaria
de esa Misión Diplomática). Finalmente tengo presentes los nombres de Carmen y
Rosita Meoño, Alicia Pardo, Concha Gómez Robles, Isabel Rodríguez Midence, Aída
Azurdia, Alicia, Ceci y Dora Clayton, Elena y Matilde Abdo, Elizabeth Espinoza Corzo, las hermanas
Bocaletti, las hermanas Iriarte Orantes, las Padilla Stecker, Roberto, Julia,
Elvira y Marina - quien juega un rol muy interesante en este mismo capítulo-, y
muchas más compañeras y compañeros que se escapan a mi memoria. Con especial
cariño tengo muy presente a los esposos
don Federico y doña María Rosal Padilla, eficientes profesores de los últimos
grados del establecimiento.
Las
propiedades urbanas similares a la casa que ocupaba el colegio "La
Concepción", fueron desapareciendo a medida que fue incrementándose la
construcción de tipo vertical, con altos edificios de bastantes niveles, que
ocupaban menos espacio de terreno y mayor capacidad de albergue, que cobró
mayor auge después de la segunda guerra mundial, en el decenio de los años 50.
A excepción de la Antigua Guatemala, en casi todas las cabeceras
departamentales como Quetzaltenango, también se dio ese fenómeno, al sustituir
la construcción antigua, que venía de la Colonia, por la edificación moderna. Esa evolución o tendencia hacia lo
contemporáneo, es indiscutible que tuvo
plena justificación, porque si bien es
cierto que las casonas de antes, solariegas, espaciosas, de largos corredores,
de tres o cuatro patios grandes, daban un ambiente de belleza, amplitud y
romanticismo, con jardines y macetas, canarios y pájaros cantores en sus
jaulas, pero eran residencias incómodas, que serían inadaptables a las
necesidades y exigencias de la vida moderna. El baño y la cocina, por ejemplo,
quedaban relegados al último rincón, casi siempre en el tercer patio, en
lugares lúgubres y sombríos. En el nuevo diseño, todo está incorporado a un
conjunto habitacional.
Aquella
mañana del 15 de mayo, mi padre me llevó al colegio minutos antes de las ocho.
Tenía yo 7 años. Cambió unas palabras con mi tía y se retiró. Me sentí solo,
sentí que entraba a un mundo desconocido para mí, y así era en realidad. Mi tía me presentó a los
profesores y profesoras que la acompañaban en la Dirección, y luego me llevó a
reunirme con los niños que serían mis condiscípulos a partir de ese momento.
Con la presencia en el colegio de mis hermanas mayores, Maty, Elena, - la Nena-
y Lotty, y de mis primos, Paco, Fel y Meri, me sentí tranquilo, y liberado de
la cortedad de mi carácter. Ya no me sentía como pollo comprado. La campana dio
varios golpes, y penetramos en el aula donde sería la primera clase de
párvulos. Allí nos esperaba mi otra tía, Adriana, mamá de mis primos y hermana
de mi mamá. Ella sería mi profesora a partir de ese momento.
La
plazuela del Teatro Colón, fue por muchos años el escenario de los circos más
famosos del mundo, que llegaban de países de habla española, principalmente de
España, México, Colombia y la Argentina. Recuerdo con nostalgia a los inolvidables circos Dumbar y Atayde, con una
verdadera tropa de payasos, audaces trapecistas, acróbatas y equilibristas,
ingeniosos magos, adivinadores y quirománticos, y los graciosos enanos que
nunca faltaban en las funciones, que conjuntamente con los payasos, ponían la
sal y pimienta del espectáculo. Era impresionante observar la variedad de
animales silvestres y domésticos, de razas tan diferentes unas de otras, y de
configuraciones tan distintas, pero todos pertenecientes al misterioso y
apasionante mundo de la fauna.
A las
cuatro salíamos del colegio. De tarde en tarde varios compañeros nos reuníamos
en el circo a disfrutar de estos espectáculos tan sanos y recreativos, ocupando
nuestros mismos lugares en la galería, que costaba cinco centavos la entrada y
que nos daba gusto desembolsar tan exigua suma de dinero, a cambio de los
momentos emocionantes que nos daban los variados números de cada función.
Nos divertíamos viendo a "Pirulí", y a los
demás payasos que con sus ocurrencias y graciosos chistes, algunos en malicioso
sentido, nos hacían morir de risa. Los intrépidos trapecistas nos ponían a
prueba el sistema nervioso, con sus espectaculares y atrevidas acrobacias,
jugándose la vida cuando se deslizaban como ráfagas en la elevada carpa del
circo, alternándose los trapecios. Hombres fornidos y hermosas mujeres de
cuerpos esculturales, expuestos por un mínimo descuido o por la fatalidad, a
una caída mortal, formaban el equipo de trapecistas, casi siempre de
nacionalidad europea o americana. Los prestidigitadores vestidos de etiqueta y
con su ligereza de manos, hacían trucos con las cartas, o sacaban de un cumbo o
bolero montones de pañuelos de vistosos colores, o bien palomas blancas que salían volando
velozmente ante la sorprendida mirada de los espectadores. Los garbosos
caballos de pura sangre, con su pelo erizado, las cebras, los micos y monos,
perros amaestrados y los elefantes, que bailaban, corrían o brincaban al compás
de la música que ejecutaba la banda del circo. Otro número de la función que
nos ponía los pelos de punta, era cuando el domador penetraba en la jaula de
los leones, que en número de ocho o diez felinos se le iban encima con intenciones
de devorarlo, pero él los dominaba hábilmente con un látigo en la mano, y sus
gestos y movimientos enérgicos y autoritarios, que sometían a su voluntad a los
feroces animales. No se escapaba sin embargo, de groseros manotazos, y hasta de
un ataque violento como había ocurrido en varias ocasiones. Con toda emoción
aplaudíamos a los equilibristas, que caminaban, corrían y hasta hacían toda
suerte de piruetas, en delgadas cuerdas tendidas a lo largo de la pista. Y por
fin dos audaces ciclistas que montando sendas bicicletas, daban infinidad de
vueltas en sentido opuesto en sus respectivos carriles, en una esfera cubierta
con barras metálicas.
Sería a
finales del mes de julio de aquel año, cuando saliendo de una función del
circo, una lluvia torrencial nos calló encima, mojándonos de pies a cabeza. Mis
pocos meses de colegio tuve que interrumpirlos, abandonando mis estudios
primarios por el resto del año escolar. Al llegar a mi casa estaba ardiendo en
temperatura, que el doctor Sosa, médico de la familia, que fue llamado de
urgencia, diagnosticó como una pulmonía galopante, consecuencia del baño de agua fría que recibí a la salida del
circo. Permanecí en cama muchas semanas en que me vi al borde de la muerte, pero
los solícitos cuidados de mi mamá que pasaba las noches en vela sentada en una
mecedora cerca de mi cama, así como las atenciones y preocupaciones de mi papá,
me ayudaron a superar la crisis y salir adelante de mi penosa enfermedad. Por supuesto que enfermarse
en aquel tiempo era cosa seria. Es cierto que habían eminentes profesionales de
la medicina, pero la ciencia médica se encontraba muy atrasada. Los médicos,
principalmente los cirujanos, hacían verdaderos prodigios para salvar la vida
de los pacientes. Las medicinas, sobre todo las de vía oral, eran sencillamente
repugnantes al gusto. No se me olvida que para las enfermedades digestivas, los
médicos recetaban unos sobrecitos que contenían un polvo rojizo que se llamaba
"calomel", que si bien curaba los malestares estomacales, destruía la
dentadura picando las piezas dentales hasta acabar con ellas.
Durante
mi tediosa enfermedad recibí muchos regalos y reconfortantes visitas. Mis
hermanas llegaban a verme cuando regresaban de clase, lo mismo que mis primos y
algunos compañeros del colegio. Casi todas las noches recibía la grata visita
de mi directora mi tía Rebe y mi abuelita doña Virginia. Mi hermano Jorge, que
tenía cuatro años, permanecía casi todo el día jugando en mi cuarto. Roberto,
el más pequeño de los hermanos era un niño de brazos, pero la "china"
lo llevaba a verme.
Siempre
he creído que fueron las medicinas caseras que me daba mi mamá, a escondidas de
mi padre, y por supuesto del doctor Sosa, las que finalmente me levantaron de
la cama. Aunque débil, flacucho, enclenque, irascible, demacrado, pero con
varios centímetros más de estatura, fueron algunas sorpresas que encontré al
bajar al primer piso de la casa, las que me levantaron el ánimo justamente
decaído. Vi con admiración un lindo automóvil que compró mi papá, marca Nash,
nuevo, modelo 1926, de cuatro puertas, siete asientos, color azul oscuro, con
tapicería negra de cuero. No se me olvida que las placas eran de color rojo con
números blancos y al carro le correspondía el número 1,206, es decir que estadísticamente, ese era el número de
automóviles que habían en todo el país en ese año, porque la placa acababa de
sacarse en las oficinas de la policía.
Un señor
a quien no conocía, de aspecto sencillo, moreno, de baja estatura, servicial y
respetuoso, estaba sacudiendo el carro con un plumero bien grande, de muchos
colores. Al verme me dijo: "Usted es el nene y me alegra que ya esté
recuperado de su salud. Me llamo Martín Tobar. Su papá me encargó el cuidado
del carro y seré el chofer. Estoy a sus órdenes". "Me alegro de conocerlo,
Martín", le respondí, "Yo también estoy a sus órdenes". Abrí la
portezuela delantera y me acomodé en el asiento del piloto. Moví el timón y
tuve el intento de echar a andar el motor y manejar el carro, pero yo era un niño pequeño de estatura, no daba la
altura al vidrio delantero. Me bajé contrariado y pasé largo rato percibiendo
el agradable olor de la tapicería de cuero.
Al cierre del capítulo anterior, hablamos del
cuartelazo del 5 de diciembre de 1921. Con la anuencia del lector, volvamos a los
acontecimientos políticos ocurridos después del derrocamiento de don Carlos
Herrera.
El
triunvirato militar integrado por los generales José María Orellana, José María
Lima y Miguel Larrave, quedó disuelto el 15 de diciembre de aquel año, cuando
la asamblea nacional legislativa nombró al primer designado general Orellana,
presidente de la República en sustitución de don Carlos Herrera. De paso vale
la pena reseñar, que tanto el gobierno del general Orellana, como el del
general Lázaro Chacón, que le sucedió, mantuvieron las libertades públicas que
venían desde la administración de Herrera, como la libertad de imprenta y las
garantías individuales, que fueron verdaderas conquistas del pueblo con el
derrumbe de la tiranía . Quiere decir que durante el decenio de 1921 a 1931, la
población disfrutó de libertad y democracia, con sus limitaciones consiguientes
desde luego.
Un paso
trascendental que dio el gobierno de Orellana, fue sin lugar a dudas, la
reforma monetaria. En efecto, siendo ministro de hacienda y crédito público el
licenciado don Carlos O. Zachrison, en noviembre de 1924, se emitió la Ley Monetaria, que adoptó el
patrón oro y creó una nueva unidad, el Quetzal, igual a un dólar de los Estados
Unidos de América. Se dispuso que un Quetzal equivaldría a 60 pesos, que había
sido aproximadamente el tipo de cambio del dólar en los últimos años.
En el ámbito familiar, a principios de 1925, el
gobierno de Orellana, encargó a mi padre la elaboración del proyecto de
"La ordenanza de la Policía", que fue concluida y aprobada mediante
el decreto gubernativo 901, de aquella época, que mereció el reconocimiento de
la dirección general de la Policía Urbana.
Los sucesos políticos de más trascendencia en este
lapso, podemos resumirlos así:
El
general José María Orellana murió el 26 de septiembre de 1926, a los 54 años,
después de asistir a un almuerzo en el hotel Manchén de la Antigua Guatemala.
La causa de su muerte motivó controversiales discusiones y polémicas, porque
mientras algunas opiniones sostenían que su muerte había sido por
"apoplejía", otros afirmaban
que había sido envenenado.
Muchos años después volvió a la mesa de discusión las causas de la muerte de
Orellana. El sacerdote jesuita Fernando J. García, allá por los años 60 en sus
programas televisivos de los días domingos en el Canal 3, insistía en que el
general Orellana había sido envenenado en el Hotel Manchén. En cambio, el
licenciado Clemente Marroquín Rojas, desde las páginas del Diario La Hora,
sostenía lo contrario, es decir que el Presidente no había sido envenenado,
como afirmaban los detractores del ex gobernante, sino que su muerte la había
ocasionado una grave enfermedad, y lanzó un desafío al padre García para
que probara sus afirmaciones. Parece, que descendientes del ex presidente,
como el recordado amigo doctor don José Luis Aguilar de León, intercedieron
para calmar la tempestad que se había desencadenado por el misterioso
fallecimiento, y que estaba a punto de convertirse en tormenta, por lo
contradictorio de la discusión. Con esa intervención el caso quedó
definitivamente cerrado, y no se volvió a hablar más del asunto.
Después de su
muerte, asumió el poder el primer designado a la presidencia, general
Lázaro Chacón, quien convocó a elecciones presidenciales en las que participó
él y el general Jorge Ubico. Recuerdo que pese a mi corta edad, tanto mis
amigos y yo, nos declaramos abiertamente chaconistas, y usábamos un distintivo
de color azul, para diferenciarnos de los ubiquistas cuyo distintivo era
blanco.
En aquella época la mujer no intervenía en la
política. Estaba excluida de ella. Pero ya gozaba de bastantes libertades
sociales, al extremo que ya podía asistir a Misa, a las fiestas, al cine, a la
feria de agosto, y a otras diversiones sin la compañía de los papás o de la
doméstica de mayor confianza de la casa, sino que lo hacía con amigas y amigos.
A los entierros no asistía porque las esquelas iban dirigidas solamente al jefe
del hogar, y menos entrar al cementerio porque la costumbre tradicional se lo
prohibía, aunque esta extraña discriminación no le afectaba. En ese tiempo ya
trabajaba en oficinas como mecanógrafa y como dependiente en el comercio. Sin
embargo, los estudios universitarios estaban reservados solo para los hombres.
La mujer estaba al margen de estudios profesionales y a lo más que podía
aspirar era ser maestra, mecanógrafa, perito comercial, secretaria o enfermera.
En la época que vivieron mis padres, la mujer estaba
sometida a una rigurosa esclavitud hogareña. A las fiestas asistía acompañada
de sus papás, y era mal visto que bailara más de dos veces con la misma pareja,
y si se excedía entonces caía en lo que se conocía como "abono", que
despertaba críticas de mal gusto en la sociedad, a no ser que lo hiciera con su
novio oficializado por los papás, después de llenar dispendiosos requisitos
familiares y sociales. Sí se le permitía que recibiera al novio en su casa, una
o dos veces a la semana, pero con la presencia del papá o de la mamá, o de los
dos juntos. Su vida discurría rutinariamente en los quehaceres domésticos y la
maternidad.
A raíz de la primera guerra mundial, allá por 1918, en los Estados Unidos comenzó a
incorporarse al trabajo, y su participación en la política y en la vida social,
porque en el primer caso, ante la ausencia del hombre en las fábricas de
armamentos de guerra, ya que él se encontraba en las trincheras, entonces se
requerían sus servicios. En estas épocas y en todas las anteriores de la
humanidad, hubiera sido escandaloso que una mujer trabajara fuera de su casa, o
que estudiara una carrera universitaria. En Guatemala este fenómeno se dio
después de la segunda guerra mundial, y sus espacios se fueron abriendo con los
cambios políticos y sociales de 1944. La nueva legislación fue el inicio de su
emancipación, logrando su progresiva conquista de derechos y su proceso de
igualdad con el hombre, tanto a nivel social como profesional, político y
cultural. Conquistas que quedaron plasmadas años después, al promulgarse las
reformas al Código Civil.
En la declaración de principios de ese instrumento
jurídico, no se olvidó el papel de sublimes sacrificios de la mujer en los
quehaceres domésticos y en la procreación y educación de los hijos, otorgándole
las garantías indispensables para su defensa, ante la conducta violenta de muchos
hombres. Pero aún así, persiste en muchos casos el mal trato conyugal,
valiéndose el hombre de la delicadeza física de la mujer, y olvidándose que las
épocas del "machismo" y el sometimiento incondicional de ella a su
voluntad, ya quedaron refundidas en el pasado. Por eso, esa conducta
anacrónica, debe ser castigada severamente, echando mano de los mecanismos
legales de que se dispone, para que el espíritu de la ley se cumpla al pie de
la letra, manteniendo el equilibrio y la armonía en el vínculo conyugal. Es
comprensible que aún hay obstáculos que vencer, para que la mujer ocupe el
sitial que dignamente le corresponde ante la ley y la sociedad, pero de fortuna
esos obstáculos se han ido venciendo, y se vencerán definitivamente.
Actualmente la mujer ha tenido un desplazamiento considerable. Ha destacado en
las bellas artes, en las profesiones liberales, en los deportes, en los medios
de comunicación, como columnistas, comentaristas, reporteras, cronistas
parlamentarias, corresponsales, y locutoras o conductoras de programas de la
radio y la televisión. Su incorporación en la policía y las fuerzas armadas de
muchos países, incluyendo el nuestro, ha coadyuvado con eficacia, al mejor
desenvolvimiento de esos servicios públicos, por su disciplina y cumplimiento
de sus deberes. Finalmente, comparto la opinión de muchos sectores, en el
sentido de que no debería de hablarse de un movimiento de liberación femenina,
sino de consolidar los derechos y obligaciones de la mujer, equiparándolos
realmente con los del hombre.
Volviendo entonces a las reseñas históricas, el
triunfo del General Chacón fue aplastante ante su contrincante el general
Ubico, en aquellas elecciones de finales de 1926. En ese evento electoral no
hubo fraudes, ni trampas ni chanchullos, las elecciones fueron limpias y se
desarrollaron en un ambiente libre, transparente y democrático. A los pocos
días el general Lázaro Chacón, asumió la primera magistratura de la Nación, con
el visto bueno de la ciudadanía.
Antes de
finalizar ese año, el nuevo Presidente, a través del ministerio de gobernación
y justicia, nombró a mi padre Promotor Fiscal para supervisar los tribunales de
la capital. Asimismo, en el mes de noviembre, se le designó miembro de la
comisión encargada de formular los Reglamentos, para la ejecución y
cumplimiento de la ley de fomento del ministerio respectivo.
Estamos en las postrimerías del año de 1928. Don
Rafael Castillo, el famoso "Palito Castillo", amigo y compañero de
colegio de mi papá, lo ilusionó y lo convenció, para que cambiara el automóvil Nash, por otro automóvil de marca
Buick. Yo me entristecí por el cambio, porque me había encariñado con el Nash,
pero el nuevo carro me pareció más bonito y de mejor calidad. Don Rafael era
concesionario para Guatemala de los vehículos de la compañía norteamericana
"General Motors", sobresaliendo el automóvil marca Buick, considerado
en ese entonces como el carro de mejor calidad y más acabado de la pujante
compañía fabricante de automóviles. Cabalmente en esos días recibió "Palito",
tres unidades que por cierto habían sido fabricadas en la subsidiaria de la
empresa en el Canadá. Las características del carro adquirido por mi padre,
podemos resumirlas así: modelo 1928, color beige, tipo convertible con capota
de lona café, cuatro puertas, siete asientos, ocho cilindros en V. No recuerdo
cuantos caballos de fuerza tenía, pero supongo que muchos, porque la cuesta de
"Las Cañas", y la de "Villa Lobos", las subía en segunda
como si fuera una planicie.
Para comprobar la solidez, eficiencia y estabilidad
del Buick, don Rafael, no escatimó ni riesgos ni peligros. Cierto día tomó la
ocurrente determinación de subir en uno de estos automóviles, las rústicas y
empinadas gradas de la Iglesia de El Calvario. Por supuesto que el ingenioso
empresario echó mano a algunas precauciones, como la sustitución de las llantas
por otras de nombre "pantaneras", y
la increíble hazaña culminó felizmente con todo éxito, arrancando
aplausos y vítores de la muchedumbre que presenció tan singular acontecimiento.
Después de esa prueba de fuego, expertos de la compañía examinaron el automóvil
y determinaron que ningún desperfecto había sufrido, ni en la subida ni en la
bajada de las gradas. Ya en manos de mi familia, además del chofer que era
Martín, mi hermana Marta, que frisaba en los 17 años, lo manejó cuidadosamente,
con ponderación y destreza.
La
Iglesia El Calvario se ubicaba al final de la sexta avenida, que al prolongarse
en 1945 por disposición del alcalde Mario Méndez Montenegro, con la anuencia
del Presidente Arévalo, fue derribada
para dar paso a la prolongación de una nueva y necesaria arteria, en la
remodelación que se efectuó en ese sector de la capital. Según criterio de muchos guatemaltecos, esa
Joya colonial perteneciente al Patrimonio Nacional, debió haberse conservado
como una reliquia histórica, y construir a sus alrededores la sexta avenida y
la 18 calle, para el desplazamiento de vehículos. Pero lamentablemente no fue
así.
A cambio del histórico Templo, el gobierno de Ubico en
1933, construyó una parroquia de estilo moderno, a poca distancia, que la
Iglesia le dio el nombre de Nuestra Señora de los Remedios, pero que la gente
le si-guió llamando "El Calvario". Alumnos del Colegio de Infantes
con hábitos de monaguillos en color rojo y blanco, asistimos a los actos de la
memorable ceremonia de inauguración y bendición del nuevo templo, actos que fueron presididos por el Ilustrísimo
Arzobispo de Guate-mala, Monseñor Luis Duroe y Sure. Los coros de la Catedral
Metropolitana, amenizaron con música sacra aquel acontecimiento, que lo
recuerdo con viva emoción.
Muchas
veces subí las centenarias gradas de El Calvario para visitar al Santísimo,
pero nunca tuve tiempo aunque sí
curiosidad de contarlas, pero el Sacristán me aseguraba que no eran menos de 50
gradas o peldaños de 30 centímetros de altura cada una, en un área de 8 por 50
metros de superficie. En la cúspide de la colina, una amplia plazuela rodeaba
el Templo. Abajo, en una impresionante panorámica, se contemplaba la capital y
sus alrededores, cubiertos de montañas, lindos paisajes y las imponentes
siluetas de los volcanes de Agua, Fuego, Acatenango y Pacaya. Allí fue donde "Palito" Castillo le dio
la vuelta al carro para descenderlo de frente.
Al pasar pocos años proliferaron nuevos distribuidores
de automóviles. Se formaron sociedades comerciales, promocionando la venta de
estos novedosos vehículos, a pocos años en que el industrial norteamericano
Henry Ford había fundado una de las mayores fábricas de automóviles del mundo,
lanzando su primer automóvil, marca Ford. Quedaba atrás el romántico carruaje.
Había sido sustituido por un cómodo vehículo para el transporte de personas a
largas distancias y aún en malos caminos, en confortables asientos con forros
de cuero, o de pana o terciopelo. Así
fue como comenzaron a circular por la pequeña capital, los primeros autos de
diferentes marcas, estilos, colores y modelos. Recuerdo que el visionario de
Don Carlos Matheu tuvo la exclusividad de los carros Packard, que adquirieron
para su servicio los presidentes Chacón, Orellana y Ubico, en sus líneas más
acabadas y lujosas. Me viene a la memoria el nombre de Juan José Alejos,
"el popular canche", querido y recordado amigo mío y de mi familia,
quien fue el más dinámico vendedor de esos automóviles de gran calidad.
Posteriormente entró a operar en el país, la compañía
"Ford Motor Company", con los magníficos y populares automóviles
Ford, y otras prestigiosas marcas, que citamos enseguida. Miguel Angel Mena,
vecino nuestro en el callejón de corona, distribuyó el Studebaker, que causó
sensación con su estilo moderno, en forma de tanque de guerra, al no más
finalizar la segunda guerra mundial en 1945. Siguieron otras marcas de carros como el Chevrolet y el
lujoso Cadillac, que al igual que el Buick, pertenecían a la General Motors.
Pocos años habían pasado cuando por las calles circulaban otras marcas de
automóviles. De Europa vinieron el alemán Mercedes Benz, y el escarabajo
Volkswagen, y el fino francés Peugeot. Y de los Estados Unidos, el Dodge, de
clase popular, el esplendoroso Lincoln,
en sus diferentes líneas, el insuperable Chrysler, el sencillo Fiat, y
siguieron en aumento las marcas de nuevos y novedosos vehículos hasta llegar a
los modelos japoneses compactos y económicos.
La
Nochebuena de ese año fue para mi, una
de las fechas del calendario más felices de mi niñez. Santa Claus me obsequió
una linda bicicleta, de fabricación alemana, marca Opel. No es posible
describir toda la emoción que sentí
cuando tomé en mis manos los timones de tan preciado vehículo, que me
transportaría al colegio en los siguientes años de estudio, tanto al colegio La
Concepción, como al colegio de Infantes donde ingresé después.
Fue en
aquel entonces cuando los fines de semana, gozábamos de las bellezas del campo
y de la naturaleza, cuando nos trasladábamos a un pintoresco terreno de muchas
manzanas, que mi padre compró en la Villa de Guadalupe frente a la calle real.
Colindaba con la finca El Pilar, del licenciado don Darío Molina, con cuya
familia los Molina Orantes, mis hermanas hicieron muy buena amistad. Otro de
los vecinos fue don José Calderón, casado con María Salazar, sobrina de mi
papá, y padres de mis queridos parientes los Calderón Salazar, y Don Edmundo González y su esposa doña
Sarita Enríquez, que también eran vecinos en el solar de la Villa de Guadalupe.
Cabe citar como un dato curioso (y por circunstancias que desconozco) que doña
Sarita tuvo impedimento de amamantar a su pequeño hijo de pocos meses llamado Valen-te, y entonces mi mamá se hizo
cargo de él, ya que mi hermano menor Roberto (el Chito), estaba asimismo en el
período de la lactancia. En otras palabras, Valente y Roberto por azares del
destino, se convirtieron de la noche a la mañana en hermanos de leche. Es muy
posible que los "hermanos" nunca se hayan conocido, pero lo cierto es
que el destino fue diferente para los
dos. Roberto, llevó una vida aventurera, conoció medio mundo, o mejor dicho el
mundo entero, viajando como marino en un barco mercante de bandera
norteamericana. Vivió bastantes años en la ciudad de Vancouver, Canadá, y de regreso
a Guatemala se unió con la señora Ofelia Martínez con quien procreó un hijo, a quien reconoció, Luis Alfredo Salazar, joven inteligente, que
al pasar de los años optó por la carrera militar, recibiéndose de piloto
aviador en la Fuerza Aérea Guatemalteca (FAG), donde presta diligentemente sus
servicios. En Quetzaltenango Roberto conoció a Mayra Avila, contrajo matrimonio
con ella, procreando tres hijos, Mayra
Libertad, Eric y Guayito, quien falleció a muy corta edad. Roberto, como
consecuencia de un accidente de tránsito ocurrido años antes del cual no se
recuperó totalmente, sufrió un síncope al atravesar una pared entre la casa de
mi papá donde vivía, y la casa de sus sobrinos los Letona, falleciendo el 24 de
agosto de 1967, a los 37 años. Es cierto que se dio a la bebida, pero en todo momento se presentó
puntualmente a su trabajo y cumplió con responsabilidad sus obligaciones.
Cuando ocurrió el accidente automovilístico, no iba él manejando, ya que se
transportaba en un vehículo de la secretaría de información del gobierno, en
donde trabajaba. En ese entonces
regresaba del puerto de San José, después de cubrir la información de la
inauguración de la flota mercante. Por otra parte cuando cayó de la pared, excepcionalmente
no estaba libando licor, por eso
comentaban irónicamente sus amigos "que no había muerto en su ley".
Su "hermano de leche", en cambio, es el prominente abogado y notario
Valente González Enríquez.
En la
agradable finca de la Villa de Guadalupe se construyó una casa campestre, de
amplios corredores y espaciosos dormitorios. En el garaje permanecía silencioso
el famoso Buick, que "Palito Castillo", le había jugado una aventura
en las gradas de El Calvario. Tengo muy presente que no lejos de la casa, había
una fuente cristalina y un estanque transparente para el riego, donde gozaba
bañándose envuelto en una toalla el "maistro" Marcos, guardián del
inmueble, que fue por muchos años el Maestro de obra al servicio de mi papá.
Las alumnas del Colegio La Concepción, organizaban
alegres días de campo en "la finquita de la Villa", gozando de aquel
ambiente poético y paradisíaco,
disfrutando el deleite de la naturaleza,
que únicamente el campo puede brindarnos.
El Corpus
Cuando
corría el mes de mayo de 1929, reanudé mis estudios en párvulos. Tuve que
repetir el año, como ya lo dije, porque la tremenda mojada que me di a la salida del circo, me sumió en
aquella pulmonía, que me obligó a abandonar mis estudios. Me sentí contento de
regresar al colegio aunque fuera a repetir el grado. En el corredor, mi tía habilitó un lugar para el parqueo de las
bicicletas. Allí estaba la mía y para mí era la más bonita. La llevé al taller
de Willy Ostrich, en la novena avenida sur, para chequeo. Le ajustó algunas
piezas, le revisó los frenos, y le aplicó engrase donde lo requería. Mi primo
Paco y su amigo Oscar Ascoli, se
hicieron de bicicletas marca Adler, también de fabricación alemana. Los tres
salíamos frecuentemente de paseo los días domingos, y nuestro mayor
entretenimiento fue siempre la Avenida de la Reforma, que la recorríamos de
punta a punta hasta el Acueducto colonial de Los Arcos.
No lejos
de nosotros pasó una tarde hacia la Villa de Guadalupe, un tren muy pequeño,
que me pareció de juguete. Nunca lo había visto. Una máquina echando bocanadas
de humo negro por la chimenea, tocando una campana dorada, que jalaba cuatro
vagones llenos de gente. Paco y Oscar,
me contaron que se llamaba el "Decouville" y que hacía un trayecto
desde el parque central hasta la Villa de Guadalupe. Era transporte de
pasajeros y el valor del boleto costaba cinco centavos. Iba repleto de gente
que reía y platicaba animadamente.
No pasé
mucho tiempo en párvulos ya que a los pocos días me promocionaron al primer año de primaria. No creo que por
mi buena conducta, aplicación y aprovechamiento, que en honor a la verdad no
eran virtudes mías, sino más bien por "cuello" con la Directora. Además si perdí el año no fue por mi culpa,
sino por el circo.
Como mayo es el mes de las flores y de la Virgen, todo
el mes se le rendía culto a la hermosa imagen de la Virgen del Rosario,
colocada por manos piadosas en un improvisado altar, cubierto de abundantes
flores, pero principalmente de cartuchos y de azucenas. El rezo del Rosario se
hacía antes de entrar a clases.
Mi Primera Comunión
La Primera Comunión de las alumnas y alumnos del
Colegio, tenía lugar a finales del mes de mayo. Ese año recibimos por primera
vez la Eucaristía, un alegre y prometedor grupo de veinticinco a treinta niñas
y niños, llenos de sueños, de fantasías y de ilusiones, cuyas edades oscilaban
entre 7 y 14 años. Tres meses antes
habían comenzado los cursos de catecismo, para instruirnos en los principios
básicos de la religión cristiana, partiendo por la existencia de Dios, quien
era Dios y quien era la Santísima Trinidad, el Padre Eterno y El Espíritu
Santo, hasta la conducta y el comportamiento que deberíamos observar, en el
preciso instante de recibir en la Sagrada Forma el Cuerpo de Cristo. Se hacían
circular con anticipación, entre los familiares y amistades de los nuevos cristianos, unas estampitas que tenían en la portada
un precioso motivo religioso, alusivo al acto. Al reverso quedaba impreso el
recuerdo de la Primera Comunión así como la invitación para asistir al acto. Conservo entre mis recuerdos más
queridos, esa estampita que reza al pie de la portada: ¡Gloria Cecilia, quién
tuviera corazón tan grande y tan candorosa alma, para cantar como tú, místicas
alabanzas al Eterno Amado! En el
cuadrito de hermoso colorido, se ve a Santa Cecilia, sentada frente a un
armonio y acompañándola dos Angeles de pie. Al reverso se lee: "Federico
Guillermo Salazar Valdés, tiene el gusto de invitar a Ud. para la Misa de su Primera Comunión, que se celebrará el
jueves 30 del corriente, a las 7 de la mañana, en la Iglesia de Santo Domingo.
Guatemala, Mayo de 1929. Talleres Tip. San Antonio"”.
La casa del Colegio lucía de gala por la fiesta de la
Primera Comunión de los pequeños alumnos. Flecos de papel de china de todos
colores cubrían el cielo del patio principal del colegio. Los corredores
rebosaban con hojas de pacaya, gusanos de pino, y cartulinas de colores con
dibujos y temas alusivos al acto que se celebraba. En el patio principal sobre una
alfombra de pino, aparecía una mesa bien grande con mantel blanco, arreglada y
adornada con esmero y buen gusto, por las alumnas de grados superiores. Allí se
sirvió el desayuno, consistente en ricos tamales y chocolate que nunca faltaba
en estas celebraciones. El menú lo completaba el pan rodajado, dulces y
refrescos. La marimba y el fragante olor del pino, impregnaban colorido y
ambientaban la fiesta.
Alejémonos por algunos momentos del colegio. Invito a
los lectores para que me acompañen a la casa del callejón de corona, donde se
realizará un acto muy emotivo y valioso de estos episodios de VIVENCIAS.
El
tercer domingo del mes de junio se celebraba la festividad del Corpus en la
Iglesia de San Sebastián, siendo Capellán el padre Rossell, años después
Arzobispo de Guatemala. Del frontispicio y de las arcadas y muros del interior
del Templo, a los lados de las naves, pendían
cortinajes en rojo, blanco y amarillo, en tanto que en la plazuela,
debajo de las legendarias casuarinas, se instalaban innumerables casetas para
tiendas con ventas de juguetes, frutas, golosinas, rosarios y una miscelánea de
vistosas y atractivas fantasías. Los comedores se improvisaban en otro sitio de
la sombreada plazuela, abundando en ellos las comidas típicas y gran variedad de
refrescos de frutas naturales, bebidas calientes sin faltar los vasos de
herradura con el atole de elote y los calientes buñuelos bailando alegremente
en los hirvientes comales. Había espacio para los juegos mecánicos, como la
rueda de caballitos, el carrusel, la rueda de
Chicago, y otras diversiones para pequeños y adultos, como los juegos de
argollas, el tiro al blanco, las polacas y las loterías. Marimbas, guitarristas
y otros grupos musicales, le daban el toque de sabor chapín al alegre Corpus de
San Sebastián.
A las
diez de la mañana el tañer de las campanas, las bombas voladoras y los cohetes,
anunciaban la salida de la procesión del Santísimo, conducido por el padre
Rossell, en su recorrido por calles y avenidas aledañas. El Santísimo que
llevaba en sus manos el sacerdote iban debajo de un palio, o sea un dosel
portátil cubierto de un amplio manto blanco, bordado en hilos de oro, con seis
varillas niqueladas que portaban directivos de la hermandad católica de la
Iglesia. La Cruz alta y los Ciriales, abrían el cortejo procesional, y decenas
de niños acólitos, moviendo los incensarios cargados de incienso, cubrían el
cielo de humo blanco de riquísima aroma. Feligreses con traje oscuro formaban
largas vallas adelante y a los lados del cortejo. Atrás, una banda de música
ejecutaba sones y marchas que le daban
vida y alegría a la procesión del Corpus.
En dos o tres residencias de familias piadosas del
barrio de San Sebastián, se recibía la Sagrada Eucaristía, y entre ellas estaba
incluida la casa del callejón de corona, donde previamente se hacían los
preparativos para recibir la visita del Santísimo. Las paredes, puertas y
ventanas, se remozaban, cuando el maestro pintor don Agapito, a pesar de su
fama de pintor de brocha gorda, pero con su dedicación y empeño, dejaba la
huella de su trabajo como si se tratara de una obra de arte. Por otra parte el
jardinero don Fructuoso, pasaba esos días previos al tercer domingo de junio,
recortando la grama, podando árboles y arbustos, levantando con varillas de hierro
enredos, enramadas y arbustos caídos, limpiando y acondicionando las flores en
las macetas de cemento. En la víspera, empleados de la empresa eléctrica
tendían en lo alto del jardín cordones con foquitos de colores, desde la
terraza hasta las paredes de la calle. Un grupo de señoritas se encargaba de colocar los adornos de papel de china o de crepé, en
rojo, blanco y amarillo, en las paredes que daban al callejón y en las que
circundaban el interior de la casa. A medio día llegaban las cajas de refrescos,
los emparedados, las maquetas de hielo, un centenar de sillas y mesas, y las
cargas de pino que se regaban a la caída del sol, para que no se resintieran
con el calor del medio día. Especial atención se le dispensaba al arreglo
artístico del Oratorio, que corría a cargo de don Enrique Acuña que contaba con
la colaboración de vecinas o amigas de mi mamá.
Ya entrada la noche, a eso de las diez y media, aún se
veía a don Enrique, animado y contento, silbando o entonando algún canto
religioso, que aparentemente le daba mas energías, porque continuaba mas
afanosamente en el retoque de las hornacinas, las molduras, los filetes y
filigranas del retablo del altar, para lo cual disponía de un montón de brochas
y pinceles de diferentes tamaños, que se deslizaban velozmente en sus hábiles
manos de consagrado escultor de imágenes religiosas. El Oratorio quedaba
finalmente iluminado con profusión,
decorado con lindos arreglos florales, que le daban un ambiente de quietud, apacible, sobrio y
elegante. En el corredor se colocaba el armonio y los atriles para el coro y el conjunto de cuerdas que
amenizarían la ceremonia. Al fondo del jardín muy cerca del garaje, se
levantaba una galera con entarimado, que servía de escenario a un cuadro
alegórico, que en esta ocasión fue el pasaje bíblico de Fe, Esperanza y
Caridad, escenificado por mis hermanas la Nena, Lotty y mi prima Meri. De las
siete a las nueve de la noche permanecían abiertas las puertas de la calle para
que la gente visitara el Oratorio, y el domingo se abrían a la entrada de
la procesión. Las alumnas del Colegio
La Concepción, con uniforme de gala,
formaban vallas hasta la entrada del Oratorio, en cuyo interior esperaba únicamente la familia y personas
muy allegadas a la casa. Las niñas de párvulos vestían de blanco, como si fuera
un vestido de Primera Comunión y los niños de traje azul marino.
A las
once en punto de la mañana, de aquel inolvidable tercer domingo del mes de
junio del año 1929, entró por última vez a la casa del Callejón de Corona, el
Corpus de la Iglesia de San Sebastián, a los acordes de la Granadera, el
estruendoso estallido de las bombas y los cohetes, y el bullicio de la gente
que se agolpaba para entrar a la residencia. El cortejo fue presidido por el
Padre Mariano Rossell Arellano, Capellán del Templo y como ya dijimos futuro
Arzobispo de Guatemala. Y digo que por última vez se recibió el Corpus en la
casa del Callejón de Corona, porque en el curso del año siguiente nos mudamos a
la finquita de la Villa de Guadalupe, donde residimos por algunos años, y por
lo tanto el Corpus quedó definitivamente clausurado. La Sagrada Eucaristía fue
colocada en el altar, por el Sacerdote Oficiante, auxiliado por dos
monaguillos, a manera de sacristanes. Los oficios religiosos de "La
Palabra", ocuparon media hora, en tanto el coro acompañado de la orquesta
de cuerdas, bajo la dirección del Profesor don Emilio Arturo Paniagua,
interpretó este hermoso programa coral: "Oh Sacrum Convivium" del maestro don Miguel Paniagua,
interpretado por un grupo de alumnas del Colegio de Señoritas "La
Concepción". "Qui Tollis" de la Misa de Madoglio, para soprano,
cantado a gran orquesta por la soprano Emilia Millian. Marcha Triunfal de
Mendelson, y al final al salir la procesión, música sacra de los inmortales
compositores Schubert, Gounot y Haydn, resaltando por su inefable dulzura el canto del Ave María, con la exquisitez y espiritualidad de las voces de las jóvenes sopranos Emilia Milián
y Mercedes Araujo, doña Teodora Rosales, Laura Ruata, Matilde Rubio y Blanca
Azurdia, que con sus bellas voces le imprimieron vitalidad y mas fuerza coral a
las inspiradas composiciones de los célebres autores de la música sacra. El
padre Rossell impartió la bendición, y se dio por concluida la ceremonia.
Enseguida la concurrencia se desbordó en los interiores de la casa para visitar
El Sagrario.
A eso de las cuatro de la tarde, la marimba Ideal Club
de don Gabino Juárez, ofreció un concierto que se prolongó hasta las ocho de la
noche, en presencia de numerosos invitados, que fueron atendidos por mis padres
como anfitriones. Aunque no era una fiesta de danza, pero tampoco se prohibía
bailar, no olvido que cuando la marimba interpretó unos tangos argentinos de la
vieja guardia, entre ellos "A media luz", un buen amigo de la casa, don Pedro Pineda, no pudiendo resistir
sus impulsos de tanguista, se lanzó al baile con su linda hija Mariana,
cosechando la pareja, por su destreza y gran habilidad merecidos aplausos de la
concurrencia.
Finalmente, por estimarlo de mucho valor histórico
para la familia, deseo transcribir el texto de un cuadernillo que conservo en mi archivo, y que dice así:
"Recuerdo
de la Primera Misa celebrada en el Oratorio particular de la Familia Ojeda
Salazar-Valdés Corzo, Callejón de Corona Número 5, el domingo 23 de agosto de
1925, por el Señor Pbro. Don Vicente
Aguilar. Su Santidad el Papa Pío XI se dignó autorizar esta Capilla, en Breve
expedido en Roma el 28 de mayo de 1925, habiendo verificado la Bendición, el
muy Ilustre Señor Vicario General y Gobernador del Arzobispado, Canónigo Lic.
Don Rafael Alvarez".
Han pasado varios días después del Corpus. El
calendario indica que estamos a 30 de julio. Es el cumpleaños de mi Tía. Desde
hace tres días se escuchan en los corredores del colegio a las alumnas con la
exclamación "que viva la señorita Rebeca". Por supuesto que ese día
no había clases, porque el Colegio estaba de manteles largos por el onomástico
de la Directora. Profesoras como alumnas y alumnos, personal administrativo y
de servicios, amigos y amigas del Estable-cimiento,
se aprestaban para congratular a la
Señorita Rebeca, formulando votos por su bienestar, y augurándole renovados
triunfos en su carrera magisterial. Para que el Altísimo la colmara de
bendiciones, a las diez de la mañana se oficiaba una Misa de Acción de Gracias
en el Templo de Santo Domingo. Los reclinatorios se llenaban de asistentes
porque concurrían los padres de familia
y personas amigas. A medio día se servía un almuerzo en que no faltaban
los platos típicos de la cocina chapina. Un desfile interminable de arreglos
florales y canastas con toda variedad de flores, se observaba en los
corredores, que graciosamente las alumnas mayores iban colocando en diferentes
sitios. La mesa principal estaba reservada para la Directora, profesorado,
padres y madres del alumnado y personas colaboradoras del Colegio. Las otras
mesas estaban distribuidas en el patio. Las ocuparían las alumnas. Para brindar
por la salud de la Directora, se servía una copa de vino antes del almuerzo. En
la tarde a las cuatro, comenzaba el festival que amenizaba uno de los mejores
conjuntos de marimba. Para los menores la fiesta comenzaba antes, porque
hacíamos jolgorio patinando en el pino que se encontraba regado por todos lados
del colegio. Después de las cinco llegó mi padre y cuando lo vi estaba
conversando con una persona que vestía uniforme militar de piloto aviador. Era
alto, delgado, moreno, bien parecido, de unos 23 o 24 años, de interesante
personalidad, y a quien reconocí como el aviador Jacinto Rodríguez Díaz.
Desde la
mañana trascendió que a la fiesta asistiría
el popular Chinto, pero a mí me costó creerlo. Y digo que me costó
creerlo, porque Rodríguez Díaz era en esos momentos, uno de los personajes de
mayor importancia y popularidad, y de lo mas cotizado de nuestros círculos
sociales. Suponía que por sus múltiples compromisos de gran señor, no le
permitían el lujo de asistir a la fiesta de un colegio, aunque ese colegio
fuera el Colegio La Concepción. Sus alas de piloto aviador las había recibido
en una escuela de aviación de los Estados Unidos de América, mereciendo
felicitaciones de sus superiores por sus aptitudes y destreza en el teje y
maneje de estos aparatos voladores, que le valió altos punteos en sus pruebas
de graduación. Hacía pocos días que había retornado de una gira de buena
voluntad por las capitales de Centro América, donde lo recibieron multitudes
que lo aclamaron y vitorearon con
admiración, por sus brillantes ejecutorias como piloto aviador. Gira que
realizó en su avión marca Ryan, de un motor, plateado, de cinco plazas, que fue
bautizado con el hermoso nombre de Centro América, en homenaje a los cinco
países del istmo centroamericano que acababa de visitar.
Yo me sentía bastante familiarizado con
él, porque además de haberlo conocido el día que llegó a Guatemala, recuerdo
que yo coleccionaba en un aparador del comedor de la casa, en una gaveta bien grande, periódicos y
revistas que publicaban fotografías y artículos del inicio de la aviación, y de
las proezas y hazañas de sus pioneros, mencionándose con más frecuencia los
nombres de Chinto, Morales López, García Granados, Merlén y el Chato Rodas.
Posteriormente se incorporaron otras promociones de pilotos aviadores, entre
ellos Ricardo Díaz Duran, Arturo Altolaguirre, Perfecto Flores, Chepe González y Gonzalo Yurrita.
Dos años
antes, en 1927, el norteamericano Charles Lindbergh, atravesó heroicamente en
su avión El Espíritu de San Luis, el Océano Atlántico en un vuelo sin escalas
de Nueva York a París, brindándole la Ciudad Luz, un apoteósico y delirante
recibimiento, comparable al que le tributó el pueblo norteamericano al retornar
a su patria, cuando millones de compatriotas suyos, lanzándole flores y
vitoreándole, formaban una gigantesca caravana de millares de automóviles, y
multitudes a pie, en las engalanadas calles de Nueva York. La popularidad de
Lindbergh en los Estados Unidos, fue
similar a la que tenía Chinto en Guatemala, pues aquí también el pueblo
que lo esperaba en el campo de aviación, lo vitoreó y aclamó con desbordante entusiasmo.
Cuando descendió del avión, la muchedumbre lo llevó en hombros hasta el salón
de recepciones del aeródromo, donde el Presidente de la República General
Lázaro Chacón, el gobierno en pleno y millares de guatemaltecos, lo esperaban
con ramos de flores portando banderitas azul y blanco, para abrazarlo y
manifestarle de mil maneras el cariño y admiración que sentían por él.
Procedentes
de España, en un vuelo sin escalas, habían llegado los hermanos Jiménez,
tripulando un avión muy grande, "El
Jesús del Gran Poder". Los pocos periódicos que circulaban por
aquel entonces, destacaban todas estas informaciones de la incipiente aviación,
que yo coleccionaba cuidadosamente en el cajón
del aparador. Dos deplorables accidentes aéreos hubo en aquellos días.
El aviador mexicano Emilio Carranza, se precipitó en picada con su avión en
Puerto Limón, Costa Rica, y la primera aviadora, Erna Heartz, de nacionalidad alemana, cayó en las profundidades
del Océano Atlántico, en un intento por atravesarlo.
La muerte
de Emilio Carranza conmovió a todo México. La gente lloraba de tristeza al
escuchar la canción "El corrido de Emilio Carranza", que repetían con
insistencia, los fonógrafos, las victrolas, las cajas de música ambulante y los
organilleros. En las banquetas de San Juan de Letrán, en el Zócalo, en el Angel
de la Independencia, en la Reforma, en los barrios populares como la Lagunilla
y Tepito, la gente se reunía para
comentar el trágico accidente del ídolo en que se había convertido Emilio
Carranza.
Estudiaban
en el colegio, como ya quedó escrito, las hermanas Graciela, Elvira y Marina
Padilla Steker, hijas del coronel Juan Francisco Padilla, más bien conocido
como el Pato Padilla, prominente finquero del municipio de Villa Canales, del
departamento de Amatitlán, convertido años después en municipio del
departamento de Guatemala. El coronel Padilla había ocupado el ministerio de la
guerra en el gobierno del general Orellana. Era propietario de la finca
"Parga" ubicada en aquel municipio, donde anualmente se celebraba una
fiesta de aniversario de gran resonancia en los círculos sociales de ese
tiempo. Circulaba con frecuencia en el ambiente capitalino, el simpático
comentario de que a una orden del coronel Padilla, se movilizaban los
"canaleños" (grupos de campesinos valientes y aguerridos de aquel
municipio), que cuando se presentaban a
la capital era porque las cosas en la
política no marchaban correctamente. Cuentan que a los políticos mal portados,
incluyendo al presidente, ministros y diputados, les temblaban los pantalones y
el cuerpo entero, cuando corría la voz que
decía ¡ya vienen los canaleños!.
Las
hermanas Padilla Steker, de ascendencia europea, fueron unas muchachas muy
hermosas. Por eso, y por su don de gentes, comunicativas y sociables y de esmerada
educación, gozaban de gran estimación,
aprecio y simpatía entre sus profesoras, compañeras del colegio y dentro de sus
numerosas relaciones sociales que las querían y respetaban. Marina, fue quien
invitó a Chinto para que asistiera a la fiesta, ya que los unía una estrecha
amistad desde que se conocieron semanas antes, en una reunión de confianza que
le ofrecieron un grupo de amistades cercanas a él, a la que fue invitada
Marina. La mamá fue doña Julia Steker, originaria de una región de los Alpes
llamada Tirol, compartida en la frontera entre Italia y Austria, siendo ella
originaria del territorio austríaco. Por circunstancias desconocidas, muchos de
sus habitantes emigraron a otros países, y el gobierno de Guatemala, a
principios del siglo XX, dispuso acoger en su territorio a numerosas familias,
que con su trabajo tenaz y laborioso imprimieron al país, verdaderos adelantos
en la industria, el comercio y la agricultura.
Fui gran admirador de Marina. Descubrí en ella
singulares cualidades de sencillez,
inteligencia y belleza. Creo que durante esos años de mi niñez y de mi
adolescencia, ya lejanos y borrosos, ella y Chinto fueron las personas a
quienes más quise y admiré, por su comunicación amistosa y sincera para
conmigo.
Mi
papá me llamó para que saludara a
Chinto, y me dijo: "Federico, nuevamente tenemos el honor de contar con la
presencia del popular piloto aviador Chinto Rodríguez Díaz, está muy interesado
en conversar contigo". Chinto me
estrechó la mano, me abrazó y me dijo: "No sabes el gusto que me da
saludarte otra vez, ojalá que además de
la fisonomía de tu señor padre, heredes su talento, como te lo dije cuando nos
conocimos en el salón de recepciones del Aeródromo, aquella tarde tan linda
cuando regresé a mi Patria, recién recibidas mis alas de piloto aviador, que me
enorgullecen tanto. Ya me informó tu papá que no te dejaron entrar al campo de
aviación, ya que exigen un permiso del ministerio de la guerra".
"Entonces" -agregó- "con esta tarjeta que le entrego al
licenciado, no habrá inconveniente para que ingreses cuando lo desees. Te
espero para que conozcas mi avión Centro América". Marina se acercó,
luciendo un elegante vestido de tarde de rojo encendido, que resaltaba
bellamente su cabello rubio y su tez sonrosada. Mi papá la saludó con toda cordialidad, y yo le tomé
una mano entre las mías. Ella se inclinó y me dio un beso en la frente, y
Chinto la saludó con un beso y un abrazo. La marimba interpretó una melodía muy
en boga en aquel entonces, el foxtrot "Besos y cerezas", que Marina y
Chinto aprovecharon para bailar.
En compañía de mi papá me dirigí al apartamento de mi
tía, que quedaba en la misma casa del colegio, donde estaba reunida toda la
familia celebrando el cumpleaños, al calor de unas copas de vino, con la
presencia de la festejada, mi abuelita Virginia, de mi mamá, mi tía Adria, mis
hermanas la Nena, la Loty y la Judi. La Maty no estaba presente en ese momento,
estaba reunida con un grupo de compañeras en uno de los corredores. También
estaban mis hermanos pequeños, Coco, y el Chito en brazos de la
"china", y mis primos Paco, Fel y Meri y algunas profesoras y señoras
amigas de mi tía. Nunca olvido que mi tía Adria, con la gentileza que fue
atributo suyo, me sirvió en una copita muy bonita, un licor que se llamaba
"anís del mono", por supuesto que al momento sentí que me daba
vueltas el mundo entero, y que tenía metido en mi cuerpo uno de esos simpáticos
cuadrumanos, que se parecen al hombre, pero en muchos casos mas inteligentes y
sociables que él. Un poco antes de las siete y media nos retiramos de la
fiesta. Marina y Chinto interrumpieron el baile para despedirse de nosotros,
cuando la marimba interpretaba El Danubio Azul. Chinto le dijo a mi papá:
"Hasta pronto señor licenciado, espero que acompañe a Federico para
visitarme". A mí me abrazó, y Marina se inclinó de nuevo para besarme,
fijé mi mirada en Chinto y luego en los ojos profundamente azules de
Marina, y cosa extraña, mi cuerpo se estremeció, me invadió un desasosiego y
percibí que se aproximaba una horrible tragedia.
En la
puerta del colegio Martín nos esperaba en el Buick que tan famoso había hecho
Palito. En el trayecto se fueron perdiendo las cadenciosas notas del inmortal
vals de Straus. Yo me sumí en profundas meditaciones, mientras me acompañaba la
cordialidad de Chinto y el fragante perfume de Marina.
El
acontecimiento festivo y religioso más trascendente del año, fue la feria de
agosto, que se realizaba en la segunda quincena de ese mes, en lo que había
sido el municipio de Jocotenango, del departamento de Guate-mala, en el antiguo
hipódromo del norte que aún existe. Días anteriores a la feria pasaban por la
primera calle, en la esquina de la casa, cientos de reses destinadas para
transacciones comerciales entre los ganaderos de diferentes regiones del país,
sobretodo de la zona del sur occidente, donde la familia Ralda era propietaria
de una de las haciendas más productivas en la crianza y engorde de ganado. En
los salones de exposiciones, abundaban toda clase de productos agrícolas de la
mejor calidad, comenzando por el café, que en ese entonces ostentaba el
galardón de "el mejor café del mundo", que hasta el presente es el
grano de oro que mayores divisas aporta a la economía nacional. El frijol, de
excelente calidad que se cultivaba en
Parramos, Chimaltenango, tenía un stand muy especial. Las frutas de climas
cálidos, fríos y templados, sobresalían en el pabellón agrícola. No faltaban
las piñas, las naranjas de Valencia y las rojizas de Rabinal, que eran las mas
gustadas, pero también las papayas, melones, sandías, cocos, manzanas, peras,
zapotes, todas de suprema calidad. La vista se perdía en las montañas del verde
frescor de las verduras y las legumbres, de las mejores hortalizas de clima
templado, especialmente de Almolonga, y de San Juan Sacatepéquez. En otros
pabellones se exhibían artículos de la incipiente industria textil, pero de
tejidos muy calificados, sobresaliendo los casimires de Amatitlán y de Cantel y
las finas telas de la fábrica de hilados y tejidos Montblanc de Quetzaltenango.
Sobresalían por su vistosidad los famosos "ponchos" de Momostenango,
de gran demanda por los habitantes de climas fríos. En la industria del calzado
destacaban excelentes fabricantes como Fadel, Dorigoni y calzado Cobán, cuyos
productos en zapatos para hombres, mujeres y niños, que por su calidad y
presentación, competían holgadamente con el calzado importado.
El parque de diversiones mecánicas, era otro de los
grandes atractivos de la feria de agosto, donde los niños gozaban en la rueda de caballitos y el
carrusel, y los mayores en la rueda de Chicago, el "chicotazo", los
carros locos, y otros juegos mecánicos que divertían y despertaban emoción
principalmente en las parejas de novios.
Los locales para comedores, bien adornados, limpios y
con olor a pino, ocupaban grandes espacios y allí se podían degustar muy
sabrosos y condimentados platos de la cocina chapina y del arte culinario
internacional. Los salones de baile de primera clase así como las zarabandas,
con sus pistas brillantes y lustradas, permanecían abiertos desde medio día
hasta bien entrada la madrugada del siguiente día. Conjuntos musicales de
marimba vibraban por todos los ambientes, y las parejas de novios o esposos,
gozaban con la música de moda, como el charlestón, que procedente de los
Estados Unidos, causaba verdadera sensación en la juventud, por su ritmo
conmocionado, estridente y novedoso, que algunas abuelitas, y gente chapada a
la antigua, no veían con buenos ojos, porque según decían despertaban instintos
no muy cristianos.
Otro de los grandes atractivos para la
gente adulta fueron las carreras de caballos, con ejemplares de pura sangre
que, manejados por adiestrados jinetes, atraían a los jugadores con apuestas de
miles de quetzales. Los totalizadores no descansaban ni un segundo dando los
datos con rapidez y puntualidad.
El pueblo indígena también fue muy visitado, principalmente
por el turismo foráneo, para conocer de cerca a los lacandones, que el gobierno
del presidente Ubico los movilizaba desde la región de Lacandón, del
departamento del Petén hasta la capital. Tenían el pelo lacio y greñudo que les
caía hasta las rodillas y usaban una especie de camisón blanco como vestimenta.
Los lacandones, originarios del sur de Yucatán y norte de El Petén, pertenecían
a una etnia de seres humanos muy humildes, temerosos y sumisos, de baja
estatura y de fisonomía indígena, completamente incivilizados. Tal vez por esa
razón las autoridades administrativas del campo de la feria, con instrucciones
del presidente Ubico, les dispensaban un tratamiento humano que no diera lugar
a humillaciones y a ninguna discriminación. Solían presentarse en público con
túnicas y disfraces, exhibiendo bailes de sus costumbres ancestrales, provistos
de vistosas máscaras y cabezas de animales silvestres, de largos y puntiagudos
cuernos. Se notaba su preferencia por el deporte taurino, a los encuentros
belicosos. Cuando un grupo de "toreros" se enfrentaban y provocaban a
unos "toros", al grito de
"los toros", los arremetían con lanzas, palos y piedras. Por supuesto
que los "toros" eran ellos mismos, con disfraces de toros. Las
graciosas pantomimas y las gracejadas de los actores, provocaban la risa y
arrancaban ardorosos aplausos del público, que se congregaba frente a los
grandes ranchos de paja y junco del "pueblo indígena", que era la
denominación que tenía esa sección del campo de la feria de agosto.
Juegos de argollas, tiro al blanco, las polacas, las
rifas y las loterías, se mantenían repletas de gente, que al abandonar esas
distracciones lucían alegría y satisfacción, después de haber ganado por su
buena suerte, muy útiles premios para el hogar, como manteles, vajillas, vasos,
cubiertos, soperas, floreros, lámparas, sopladores, bacinicas, juegos de agujas y alfileres para las modistas y
costureras.
A cada paso tropezaba uno con "las
mengalas", que eran mujeres de servicios domésticos, pero que más bien
vivían de la buenaventura, pronosticando buenos o malos augurios principalmente
a las mujeres jóvenes, que siempre han sido aficionadas a esas cosas. Las
"mengalas" eran de cuerpos
corpulentos, de vestir extravagante, con largas faldas de mucho vuelo de
chillantes colores, blusas blancas cargadas de collares finos, aretes de
argollas y prendedores de oro legítimo, y el pelo largo y trenzado hacia atrás,
aprisionado con una peineta bien grande. Impresionaban por su aspecto y por su
manera exótica de vestir. Me recordaban a las gitanas de España, pero ellas
eran de sangre muy chapina, que lucían sus mejores galas los domingos, días de
fiesta, y celebraciones como la feria de agosto, o los corpus del Cerrito del
Carmen, San Sebastián y Santo Domingo.
La Iglesia de la Asunción resplandecía el día 15, con
la alegre alborada que despertaba al vecindario con el estruendo de los cohetes
y las bombas, la alegría de las marimbas y los grupos de guitarristas cantando
las mañanitas. La misa Mayor, a las
diez de la mañana, la oficiaba el Arzobispo, que la concelebraba con sacerdotes
de casi todos los templos capitalinos. Los coros del Seminario amenizaban la
ceremonia litúrgica.
El mes de agosto en su segunda quincena, al concluir
la canícula, fue uno de los períodos del invierno más lluvioso en la capital,
las fuertes lluvias caían torrencialmente, particularmente el día principal de
la feria, o sea el 15, en que la gente lucía los obligados “estrenos”de ropa,
que cuando no eran de tela fina, irremisiblemente se encogían, reduciendo su tamaño, que provocaba preocupaciones a
las personas pasadas de peso, pero este extremo se consideraba como un
simpático aspecto del folklore de la festividad. Pero a pesar de esas
inclemencias del tiempo, en que muchas personas no se escapaban de pescar un
molesto resfrío, el pueblo disfrutaba de diversión sana y alegre, sin inmutarse
de los aguaceros de los meses más lluviosos del año.
Pero no solamente en el campo de la feria había
intensa actividad, con la presencia de centenares de turistas que llegaban de
los departamentos y países vecinos. Por todos los lugares de la capital, que abarcaba de la 1ª. a la 18 calle y de la
1ª. a la 12 avenida, se veía un incremento considerable de gente, al extremo
que los hoteles, las pensiones y las casas de huéspedes se abarrotaban de
clientes, por lo que anticipadamente se hacían las reservas de hospedaje. Los
grandes almacenes de la sexta y quinta avenidas, los del Portal del Comercio,
los de la octava calle propiedad de ciudadanos chinos, aumentaban
sustancialmente sus ventas al
abarrotarse de clientes que buscaban prendas de buena calidad a bajos precios.
Lo mismo ocurría en la 18 calle en los alrededores de la estación de los
ferrocarriles, donde los negocios advertían muy pingues ganancias por el
turismo que se desbordaba por calles y avenidas. Los restaurantes, las
refresquerías, las salas de cine, los centros nocturnos eran frecuentemente
visitados por los turistas, que propietarios y dependientes de los negocios se
esmeraban en prodigarles cumplidas atenciones y hospitalidad, obsequiándoles
algún recuerdo o "souvenir" de motivaciones típicas.
Los pocos bancos que funcionaban en la capital, tenían
un incremento apreciable en sus operaciones financieras. Inusitado movimiento
se observaba en la sucursal del Banco de Occidente, ya que la central operaba
en Quetzaltenango. Así mismo, en el Crédito Hipotecario Nacional, Banco de
Londres y Montreal, Banco de Colombia y Banco Central de Guatemala - hoy
Agrícola Mercantil -.
Al turismo le atraía de manera muy significativa la
visita a los templos católicos, por sus líneas de gran belleza arquitectónica
colonial. Admiraban las hermosas esculturas de las imágenes de los templos, que
son verdaderas reliquias del patrimonio cultural del pueblo guatemalteco. Todas
las iglesias aún conservaban en aquellos días, las huellas destructivas que
ocasionaron los terremotos de finales de 1917 y principios de 1918. No
solamente a la Catedral le faltaban los campanarios, también a la Merced, a la
Recolección, y a San Sebastián. Al Templo de San Francisco le faltaba la
cúpula, que se desplomó con los terremotos. El Cerrito del Carmen, así como San
José y la Parroquia, ya se encontraban restaurados, lo mismo que Santo Domingo.
Aunque el Teatro Colón, ya no existía en los días
referidos en estas reseñas, vale la pena hacer una ligera referencia a esa
monumental obra, que fue edificada durante el régimen del general Carrera,
adoptando su apellido inicialmente, y después fue denominado Teatro Nacional y
por último hasta su destrucción, con el nombre de Teatro Colon, que aparece al
principio de esta nota.
El imponente centro de arte y cultura, hubiera podido
salvarse, pero por el resentimiento político y la aversión contra el gobierno
de Carrera, se optó por lo más práctico,
o sea su demolición, cuando bien pudo restaurarse. Algo similar ocurrió con el
Templo de Minerva, que fue reconstruido después de los terremotos, y admirado
por los turistas que venían a la feria de agosto. Sin embargo, el gobierno
municipal, con la anuencia del presidente Arévalo, optó también por demolerlo,
con cargas de dinamita, porque según se dijo estaba hundiéndose y a punto de
desplomarse, lo cual constituía un riesgo para los visitantes.
La tragedia aérea del Callejón de
Dolores
El reloj
de la Catedral había puntualizado las diez y media de la mañana, de aquel
aciago viernes 28 de septiembre de 1929, cuando un acontecimiento trágico
envolvió en una sombría nebulosa, aquella despejada y soleada mañana de
principios del otoño. El avión Centro América tripulado por el Piloto Aviador
Jacinto Rodríguez Díaz, se había precipitado a tierra, cayendo desde siete mil
pies de altura, en una casa en construcción del Callejón de Dolores, ubicado
entre la tercera y cuarta avenida y la séptima y octava calle poniente. La
inesperada noticia circuló velozmente por los cuatro puntos cardinales del
país, y dio la vuelta al mundo entero a través de las agencias noticiosas por
el cable submarino. Si una bomba hubiera caído sobre el Colegio La Concepción,
seguramente no hubiera producido el impacto tan tremendo que causó tan fatal
suceso. Y es que Chinto que había compartido con profesoras y alumnas, inolvidables reuniones, se había captado la
simpatía, el aprecio y el cariño de todos, por su trato agradable, cordial, y sencillo. Cuando me enteré de la noticia,
salí de la clase velozmente y corrí en busca de Marina, pero no la encontré.
Sus compañeras llorosas y conmovidas, me dijeron que acababa de salir a toda
prisa, con su hermana Julia. Sin avisar a mi tía, a mi profesora y a ninguno,
monté mi bicicleta y yo también salí velozmente del colegio enfilando para mi casa. Subí a mi dormitorio, me tiré
en la cama y lloré como un niño...yo tenía nueve años, había perdido a mi mejor
amigo, a mi entrañable amigo, así lo consideraba yo, a pesar de que él era
mayor, tenía 23 años. Pensé que Dios
era injusto por haberle quitado la vida a una persona tan buena, de nobles
sentimientos, en la plenitud de la juventud, cargado de ilusiones y de un
brillante porvenir.
La presencia intempestiva de mi mamá cortó el hilo de
mis pensamientos, cuando me dijo que estaba profundamente apesarada por el
infortunado acontecimiento. Yo le dije que porque Dios era tan injusto, pero mi
mamá me amonestó diciendo que eso no debería expresarlo, porque los designios
de Dios eran irreversibles e inescrutables. Debíamos aceptarlos aunque nos
destrozara el corazón, porque Él sabía
lo que hacía. Me pidió que me tranquilizara y no repitiera jamás semejante cosa.
Al mediodía circuló una edición extra de El Imparcial,
con grandes desplegados de la noticia y numerosas e impresionantes fotografías.
Allí me enteré que el avión iba al Petén, y que además de Chinto, habían
fallecido el periodista José Luis Balcárcel y el padre del joven Francisco
Montano Novella, único sobreviviente.
Francisco murió muchos años después, en diciembre de 1974, en
oportunidad en que conocí a una hija suya, en una reunión social, vistiendo
riguroso luto por su reciente deceso.
El avión Centro América quedó completamente destrozado.
Entre sus restos quedaba, como testigo mudo de la gran tragedia, el cojín bien
grande, que Marina le había obsequiado el día del cumpleaños de mi tía, con un
lindo bordado confeccionado por ella. Al día siguiente a eso de las siete de la
mañana llegó mi papá a mi dormitorio y me dijo que lo acompañara al entierro
del amigo, ya que era un deber de nosotros corresponder a sus gentilezas. Yo le
contesté que yo no iba, que no quería salir de mi cuarto, ni ver a ninguna
persona. Él insistió y me dijo: “"¿cómo es posible que no quieras despedir
a tu amigo?, ¡Él fue muy afectuoso contigo!"”. Me vestí, me puse una camisa blanca y un pantalón y zapatos negros.
Desde el parque La Concordia sobre la sexta avenida,
presenciamos el funeral. Doblaban las
campanas de las iglesias de Santa Clara y San Francisco, muy cercanas al
parque. El féretro iba sobre un armón que jalaban seis briosos caballos
blancos, con sendos plumeros negros en la crin, y unas capas de tela también
negra, que movidas levemente por un ligero viento, caían del cuerpo de los
animales. El ataúd estaba envuelto en el pabellón nacional. Encima, su gorra de
piloto y varios pedazos de la hélice de su avión. Una banda de música ejecutaba
marchas fúnebres, y la compañía de caballeros cadetes con paso marcial,
reglamentado para esas ocasiones, rendía tributo póstumo al distinguido e
inolvidable amigo. Personalidades de esferas oficiales, de las Iglesias, del
Cuerpo diplomático, familiares y amigos, y una muchedumbre de todos los
estratos sociales, acompañaba
silenciosamente el cadáver.
Algo singular me ocurrió. Me quedé viendo fijamente el
féretro y sentí que el Espíritu de Chinto, estaba feliz en el lugar donde se
encontraba, liberado de su paso por el
mundo terrenal. Esto me inyectó una inesperada resignación como si fueran
vibraciones emanadas de él. El cortejo se fue perdiendo de nuestra vista, a los
acordes de la marcha fúnebre de Chopin, enfilando para la 20 calle hasta
desembocar en el Cementerio General. Cuando volví a mi casa, mis pensamientos y
actitudes eran otros. Estaba contento. Tenía la firme convicción de que Chinto
se encontraba feliz, porque Dios lo había recibido en su Mansión Celestial.
Finaliza el año escolar. Las
clausuras
Meses después de los acontecimientos relatados a nuestros
lectores, llegó el fin del año escolar. Para cerrar las actividades docentes,
los centros educativos privados, acostumbraban realizar un acto o velada de
clausura, con la participación de alumnos que tuvieran alguna inquietud
artística. Para montar esa simpática función estudiantil, pero con mucho
esfuerzo en arte y cultura, se rentaba un local espacioso para dar cabida a los
asistentes, que por regla general lo más conveniente era una sala de cine, que
podía ser el teatro Capitol, el cine Palace, el Variedades o el Rívoli, en
cuyos escenarios se presentaban escenas de teatro, coros con cantos populares, recitaciones, bailes coreográficos,
comedias, que impresionaban agradablemente al público que llenaba de bote en
bote las plateas, los palcos y las galerías. Para entrar a la función se
requería de invitación, en la que se adjuntaban los boletos. De acuerdo con la
naturaleza de cada punto del programa, los actores usaban disfraces o ropa
adecuada a cada caso.
El acto de clausura de ese año, se efectuó en el local
del Colegio, para cuyo efecto se construyó un sofisticado escenario con todos
sus aditamentos, al fondo de un corredor. En el primer patio se colocaron las
sillas para los asistentes encima de una alfombra de pino. Tengo fresco en la
memoria, algunos de los números del programa que se presentaron esa vez. Un
grupo de alumnas con vestidos regionales de Venezuela, bailaron y cantaron a
coro el aire popular "Alma Llanera", que arrancó ovaciones calurosas
por su originalidad, creatividad y artística presentación. Otro grupo de
alumnas luciendo vistosos disfraces, escenificó algunas estampas del conocido
cuento clásico de fantasía, "La Caperucita Roja", en un ambiente
alegórico donde se veía el campo,
los árboles y la choza o cabaña de la
abuelita que protagoniza el gustado cuento. La escena se representó en un ambiente de colorido y realismo, como si de
verdad los vivaces actores estuvieran presentes en los cuadros que aparecen en
las páginas de la fascinante leyenda. Una canción de gran boga en aquellos días
titulada "Donde estás Corazón", fue otro número de la función,
interpretado por un alumno (Pepe Uclés) con los fondos musicales de un coro de
colegialas. Al final hubo recitaciones y palabras de gratitud y de despedida, dirigidas a mi Tía, a las profesoras y
compañeras de estudios. Los acompañamientos musicales, corrieron a cargo
del pianista don Emilio Arturo
Paniagua, que condujo un quinteto de cuerdas. El programa de la clausura
escolar del Colegio, se cerró con un número en que me tocó participar. Fue un
homenaje a la memoria de Chinto Rodríguez, y nunca supe quien tomó esa
iniciativa, ni quien fue el autor o autora de la canción que entonamos, pero me
imagino, que fueron ellas, las integrantes de la comisión de alumnas, que con
la supervisión de las profesoras, se encargaron de montar el espectáculo.
Días antes de la clausura, fuimos seleccionados ocho
alumnos del primer año de primaria, para los ensayos del número del programa
que nos asignaron. Previamente los padres de familia, encargaron a un taller de
sastrería, la confección de uniformes de piloto aviador, que consistía en
gorra, guerrera y pantalones con polainas cafés. Los uniformes color kaki,
resultaron una copia fidedigna del uniforme original. La actuación de los
"pilotos" fue bastante aplaudida, y recuerdo que el público se puso
de pie, como un gesto de cariño y un homenaje a la memoria del malogrado amigo.
Naturalmente que ya se me olvidó la letra de la composición, pero me viene a la
memoria esta frase tan expresiva:
“"Rodríguez Díaz, murió con gloria y pasó a la historia de la
Nación".
Ya saliendo del Colegio vi a Marina, vestía medio luto
y noté que había adelgazado. Sus ojos azules, me dieron la impresión, que
brillaban con más intensidad por la palidez de sus mejillas. Vinieron a mi
mente los trágicos momentos del accidente aéreo, le tomé su mano entre las
mías, y le dije: "leí en un libro esta hermosa frase...dicen que el tiempo
es el dulce bálsamo de consuelo, que cicatriza las heridas del alma", y
agregué "y para usted Marina, a sus 17 años, la noche quedó atrás, y el
mundo continúa su marcha..."